De vez en cuando me viene a la memoria una imagen... la de un niño leyendo en su habitación. Viejas historias de barcos y lugares remotos donde se daban cita Julio Verne, Salgari, Melville, Stevenson, Homero... compartiendo conmigo la fascinación del viaje, las tierras lejanas, los misterios, las aventuras en alta mar, dominio de piratas y de seres fabulosos... todo un mundo extraordinario y mágico para un niño curioso y lector.
Cuando mi madre abría la puerta del cuarto para decirme algo o para avisarme de que la comida ya estaba lista, se rompía el hechizo de la lectura; sin embargo, yo sabía que la aventura no iba a continuar sin mí y que tras la comida o la regañina me esperaban, escondidos entre las páginas de mis libros, el Capitán Nemo y su Nautilus, Ulises y las sirenas, Alex y el doctor Lidenbrock, el Capitán Ahab, John Silver…
Luego
fui creciendo. De niño pasé en un santiamén a adulto. Otras
inquietudes y otras lecturas fueron sustituyendo a las de la
infancia.
Me hice lector gracias a lo que leí cuando era
pequeño, que me abrió un camino imaginativo y libre de ataduras,
lejos de las sombras y de los asuntos anodinos de la vida real, tan
prosaica ella.
El
tiempo pasó deprisa, demasiado deprisa para mi gusto.
Ahora ya
soy mayor, más de lo que uno puede desear.
Y mis horas vividas
me anuncian inexorablemente que esto ya va concluyendo.
Me encuentro en este momento caminando por una costa escarpada y rocosa y veo el mar abajo, perdiéndose en el horizonte. El viento me golpea la cara, desordena mi cabello, y me trae un viejo olor a algas y a historias antiguas. En el cielo, las mismas nubes de tono cárdeno del atardecer de cuando era un crío me acompañan en mi paseo. Desde el acantilado creo divisar una embarcación. Seguramente debe tratarse de Caronte que viene a recogerme para emprender la última travesía. Ha llegado finalmente la hora de partir. Me hurgo en los bolsillos buscando algunas monedas para pagar el viaje. Afortunadamente encuentro dos, relucientes y como nuevas: esas que venían de regalo en un estuche de plástico cuando alguien me compró hace sesenta años un ejemplar de La Isla del Tesoro.
Ay, qué bonito texto. Me ha traído tantos recuerdos..un abrazo, aventurero lector
ResponderEliminarGracias, Arantza.
EliminarUn abrazo.
Hermoso y poético texto, que comparto totalmente. En la escuela nos hacían leer en clase, de pie, un rato cada uno, novelas de Verne, James Oliver Curwood, o Zane Grey que a la maestra le gustaba mucho. En aquellos tiempos habia el senyor Mestre y... la senyoreta.
ResponderEliminarSin esas lecturas habríamos pasado una infancia peor.
EliminarSaludos.
Bello recuerdo compartido. El primer libro que cayó en mis manos fue uno bien extraño, "Tres hombres en un bote sin contar el perro" de Jerome K Jerome. No sé de quien era , ni sé cómo llegó a mí, solo sé que con once años me lo leí de un tirón.
ResponderEliminarUn abrazo
Y seguro que disfrutaste mucho, como yo lo hice con las peripecias de Guillermo Brown.
EliminarSaludos.
En mi comunidad, en la que entramos todos jóvenes, abunda la frase:"para lo que me queda de vida...". Contesto, no te quejes que te quedan 14 años (somos de 80 años). Lo digo con tal contundencia, que se van satisfechos. Tengo ese don, de saberlo
ResponderEliminarSí, jejeje. Hay que conformarse con lo que hay.
EliminarUn saludo.
En el colegio de curas y profesores sádicos donde estudié no se hablaba de libros, no nos hacían leer ningún libro, fui solo yo quien empecé a leer apasionadamente todo lo que podía y leí a los autores que mencionas, aunque Moby Dick fue lectura de mucho mayor. Supongo que la versión que leíste fue una juvenil porque la versión original no es para niños y difícilmente para adolescentes. La lectura fue mi modo de resistencia frente a la adversidad durante los años de niñez y adolescencia. Y ni mis padres ni en el colegio me dijeron que leyera. Incluso mi padre fruncía el ceño cuando me veía leer tanto cuando era adolescente. Afortunadamente, no existían los móviles y no nos podíamos distraer. Teníamos los ojos muy abiertos. Fuimos afortunados. Saludos.
ResponderEliminarSolo teníamos la lectura. Y sí, había versiones para chicos, ilustradas muchas veces, de grandes obras. Una manera muy buena para iniciarse en la buena literatura. Me acuerdo ahora de Dickens y su Canción de Navidad, con dibujos lóbregos en blanco y negro...
ResponderEliminarMi infancia también pasó detrás de un libro. Un beso
ResponderEliminarNada mejor que un libro.
EliminarGracias por el comentario.
La lectura es un buen compañero para la vida. Quien lee, difícilmente conoce el sentimiento de soledad.
ResponderEliminarSAludos.
Tienes mucha razón. Solo el que lee lo sabe.
EliminarUn saludo.
Enhorabuena, me ha gustado mucho tu texto.
ResponderEliminarLa afición a la lectura, al menos en mi caso, se adquiere desde la infancia. Lo malo es que ahora reviso aquellos libros que todavía conservo y la letra me resulta demasiado pequeña, no puedo con ellos, se me cansa mucho la vista y también se me pasó el arroz. En el momento actual, sigo leyendo bastante, pero solo libros que tengan la letra un poco grande o también en el Kindle, formato que tiene muchos defectos, pero también esa ventaja.
Primero fueron Julio Verne, en unas ediciones de Saturnino Calleja y, simultáneamente, todo Salgari, en la ediciones de Editorial Molino, creo que publicó unos cincuenta como mínimo. Contaba Lluís Bosch en su antiguo blog Mil Dimonis, hace años: «¿Cuántas veces soñé en los mares del Sur, la Isla de las Tortugas, las tabernas, las huídas de los calabozos, los botines, las escaramuzas, grumetes, cañonazos, palos de mesana y trinquetes, tesoros ocultos guardados por esqueletos celosos...? ¡Qué poco valoramos a Emilio Salgari, que hizo más por la lectura de los jóvenes que mil directores generales de educación juntos!». Pues eso.
Me acuerdo que los días que estaba un poco enfermo y no podía ir al colegio, el momento mágico era cuando mi madre me traía el desayuno a la cama y yo me quedaba tan ufano con mis libros, regodeándome: ¡todo el día para leer! Reconozco que incluso alguna vez fingí estar malo para poder quedarme en casa: frotaba las manos y ponía el termómetro dentro unos segundos hasta que alcanzara una temperatura convincente. En los jesuitas poca cosa nos hacían leer. Recuerdo que en Preu el profesor de literatura se limitaba a redactarnos los resúmenes de los libros que proponía el ministerio. Pero me daba igual, yo a lo mío.
A partir de entonces me zampé de todo, los que tenía mi padre en casa (teatro del Siglo de Oro o novela realista del XIX), y luego ya todos los libros que le hacían leer a mi hermana en la facultad (Baroja, el realismo español de los cincuenta, Sender, el boom sudamericano, etc.). Incluso en los veranos, en una especie de mercería, había intercambio de novelas del oeste (las que escribían tipos como Silver Kane — Francisco González Ledesma— o Marcial Lafuente Estefanía) y hasta de Corín Tellado (bastantes novelas dulzonas de hoy en día tienen algo de ella). En fin, todo me lo zampaba sin pestañear, creo que gracias al hábito que tomé desde pequeño.
Saludos.
Y qué bien se pasa leyendo. Cuando eres un crío todavía más por la magia del descubrimiento. Una maravilla.
EliminarSaludos.