Fue muy divertido aquello que ocurrió con unos amigos de Madrid que vinieron a comer a mi casa del pueblo y trajeron como presente un queso, meticulosamente envuelto.
—No te creas que lo compré en mi barrio —se sinceró él—. Lo he traído de una tienda que hay en la localidad de la sierra donde veranean mis padres. Es una tienda especializada en quesos y embutidos. Y este es el que siempre compramos cuando vamos por allí.
Al quitarle el envoltorio, nos entró la risa cuando comprobamos que ese queso, semicurado y viajero, no era de fabricación serrana, sino que había sido elaborado nada más y nada menos en una quesería del lugar donde vivíamos. Es decir que había viajado a diferentes sitios de nuestra geografía y por obra y gracia de la casualidad había acabado su recorrido en su propio lugar de origen. Un trayecto muy tonto, innecesario diría yo, de ida y vuelta. Pensamos que era demasiado trajín para un simple queso. Nos reíamos mucho con los amigos con aquella anécdota que gustábamos recordar de vez en cuando:
—Nació aquí y aquí vino a morir. No quiso acabar sus días lejos de casa. Un queso muy patriota. Brindo por él —decía yo levantando mi copa.
Esto viene al caso por el asunto de la botella de vino, viajera también. Hablando de regalos cuando vas a casa de alguien, es costumbre arraigada en muchos países, entre ellos el nuestro, llevar una botella cuando te invitan a comer o a cenar.
La verdad es que aquella botella que
llevé a la cena de cumpleaños de Adela no la compré. Me la regaló
un sobrino postizo, experto en la cata de buenos caldos. Era un
Artadi, un gran reserva de la Rioja alavesa, cosecha de 2017. Unos 45
o 50 pavos.
En ese momento estaba tomando antibióticos y
no era procedente ponerme a tomar vino. Así que aplacé abrirla.
Decidí esperar para bebérmela más adelante o usarla en su momento
también como regalo. Y eso fue lo que finalmente hice. La llevé a
casa de Adela cuidadosamente envuelta en una bolsa de papel, como si
acabase de comprarla.
Pasó el tiempo, y al cabo de los meses vino la sorpresa. En una fiesta de aniversario de unos amigos reparé en el surtido de bebidas dispuestas sobre una mesita auxiliar del comedor y, en ese preciso momento, me di de bruces con mi botella. Comprendí entonces que aquella infatigable viajera había ido de casa en casa, de fiesta en fiesta, testigo sin duda de mil situaciones, de mil conversaciones, de encuentros y desencuentros. Y ella, incólume, asistiendo al sacrificio caprichoso de otras compañeras, más económicas sin duda, que serían abiertas y bebidas mientras la mía, la de cincuenta pavos, se salvaría reservada para mejor ocasión…
Al contemplar aquel día mi Artadi Gran Reserva pasé del asombro a la estupefacción cuando mi mirada reparó en Adela, invitada también a la fiesta y que, percatándose plenamente de mi desconcierto, no me quitaba ojo. No parecía sentirse incómoda ni culpable sino partícipe de un ritual que compartíamos. Entonces comprendí dos cosas. La primera es que ambos éramos cómplices silenciosos de un juego practicado por muchos y, la segunda, que aquel vino caro que pasaba de mano en mano cambiando continuamente de destino posiblemente no sería bebido jamás por nadie. Fue en ese momento cuando Adela se me adelantó, se acercó a la mesita, echó mano al sacacorchos, abrió la botella y, guiñándome un ojo, escanció parte de su contenido en dos copas.
La gente que compra estos quesos, presuntamente en origen, son los mismos que creen que la Fabada asturiana la hace una abuela en su casa del campo. Por aquí les llamamos 'pixapins'.
ResponderEliminarSaludos
Sí. La anécdota del queso es verídica. El resto no
EliminarEsa botella ya no saldrá de ahí ¡ Bien hecho.
ResponderEliminarSalut
El buen vino abre puertas.
EliminarTuvo un final feliz y terminó donde debía terminar.
ResponderEliminarSaludos
Vino viajero compartido al final.
EliminarBravo por la botella. Un beso
ResponderEliminarEl buen vino compartido es una maravilla. Con moderación.
EliminarPor eso yo llevo flores "para la cocinera" cuando me invitan a una casa. Y porque, además, te puedes encontrar con un compañero de mesa de los que presumen de entendidos y que le ponga peros a la añada.
ResponderEliminarCierto. Las flores siempre son bien acogidas.
EliminarY aunque no sean bien acogidas, seguro que no van de casa en casa.
EliminarPor lo que se ve, son hechos reales que ocurren, lo mismo que volver a regalar los presentes de boda repetidos, es la vida.
ResponderEliminarSaludo.
Así es, Matías. Es la vida.
EliminarEsto es el comercio global, los productos van de aquí para allá y van a parar donde están los amigos o las fiestas.
ResponderEliminarSalud.
Como el ciclo del agua. Va y viene. Creo que los buenos vinos sufren mucho con el trajín. Son delicados.
EliminarNo sé si te ocurrió o es fruto de tu imaginación. En cualquier caso es una historia estupenda. ¡Muy buena!
ResponderEliminarYo antes regalaba una botella de vino en este tipo de situaciones, nunca de ese precio, pero casi. Sin embargo, dejé de hacerlo porque me molestaba sobremanera que, casi sin dar las gracias, el obsequiado la guardaba y en su lugar sacaba la que había decidido é,l y del "mío" nunca más se supo; quizá siguiera un trayecto similar a la del "sobrino postizo, experto en la cata de buenos caldos". Por cierto, peligro con los catadores de buenos caldos y su jerga. Alguna vez he sufrido a algún imbécil que, al probar el vino que he puesto para la cena, lo mete en la copa, le empieza a dar vueltecitas con unn rictus algo escéptico y acaba dictaminando "no te has gastado mucho en este vino, ¿verdad?". Y luego suelta un catálogo de adjetivos absurdos, aprendidos en alguna revistilla para gourmets. De hecho, si sé que viene un sujeto de esos a cenar, casi prefiero sacar solo agua antes que sufrir la vejación de algún perdonavidas de ese estilo.
Un saludo.