jueves, 30 de octubre de 2025

Hacer un simpa

 


Recuerda Julio ahora la tarde aquella, ya muy lejana, en la que sus familiares y él pasaron las horas conversando o, como se dice coloquialmente, arreglando el mundo. Uno de los temas que abordaron fue el de las diferentes formas de tratamiento postmortem cuando llegue el día de la despedida, si ser enterrados, incinerados o qué. Y sacaron a relucir las diferentes opciones posibles. Hubo para todos los gustos y sensibilidades.

El tío Marciano, convencido de que, a pesar de su nombre, ninguna nave extraterrestre vendría a por él para abducirlo y, gracias a su avanzada tecnología, ofrecerle la panacea de la longevidad, apostaba por la fórmula tradicional de ser inhumado en una fosa, como dios manda, decía, que los gusanos son más de fiar que la incineradora, que trae a la memoria la imagen de los hornos crematorios de los nazis.

Julio fue el que la lio parda con su propuesta. Aprovechándose del tirón de la eutanasia y de los avances en las nuevas tecnologías, apuntó como opción personal la del vaporín. Y nadie le entendió al principio.

¿El vaporín? ¿Y eso qué coño es, si se puede saber? —pregunto el tío Marciano.

Pues muy sencillo, querido tío: llegado el día elegido por mí o por las circunstancias, dependiendo de las ganas y de lo terminal que esté uno, elijo la del vaporín, un medicamento de reciente fabricación que consiste, aplicando el principio físico de la sublimación, en transformar la materia sólida en gas, como ocurre con el hielo seco o las pastillas de los ambientadores. Es decir, y para entendernos, me tomo una pastilla de esas, que por cierto vende un laboratorio checo por internet, y mi cuerpo, en pocos segundos, se desvanece en el aire, como el humo. Conmigo van a hacer poco negocio los de la funeraria. No encontraréis nada más barato en el mercado: por cien pavos vas y te evaporas.  Como si nunca hubieras vivido. Y aquí paz y después gloria.

Al principio se quedaron todos como tocados, en silencio, boquiabiertos, por lo que ellos consideraron, si no una solemne estupidez o una tomadura de pelo, algo imposible de llevarse a efecto.

Este sobrino mío cada día está más tonto —pensaba el tío Marciano.

Las drogas y el alcohol acaban pasando factura —se decía para sí su hermano Federico.

¡Dios santo, lo que hay que oír en esta casa! —rezongaba para sus adentros la tía Purificación.

Y lo recuerda Julio precisamente ahora, en la habitación del hotel que ha reservado con el fin de dar desde allí el paso definitivo, antes de que el mal que le invade se manifieste en toda su virulencia. Ha decidido finalmente poner en práctica el método que defendió en aquella reunión familiar de hace más de una década. Lo tiene todo previsto. Hace un rato envió un email de despedida a sus familiares sin decir su paradero. No quiere que ellos tengan encima que pagar la habitación, pues a los del hotel no les ha informado de nada, como es lógico. O sea, que hará un simpa en toda regla.

Y ahora llegó el momento de tomar la pastilla.

Empieza el proceso evanescente a los diez minutos de haberla ingerido, echando vapor por la cabeza y por las orejas, también por los ojos (en el prospecto se avisa de la conveniencia de quitarse las gafas para que no se empañen). Luego, todo se va esfumando progresivamente, empezando por el cabello, la parte más alta, como si se disolviera en el aire: desaparece la cabeza, los hombros, los brazos, el torso...

Ya ha desaparecido la mitad superior del cuerpo. Sigue ahora el resto, de cintura para abajo.

Resultan curiosos y dignos de ver sendos chorritos de vapor saliendo por los orificios del pene y del ano, como las válvulas de las ollas y de las cafeteras al liberar la presión interior.

Lo último en desaparecer son las piernas y los pies, quedando vacíos los zapatos. Todo muy cómodo e indoloro. Julio se ha hecho vaho. Como es invierno y estaba la ventana cerrada por el frío, tomó la precaución de abrirla con anterioridad para evitar condensaciones en los cristales. Así se ventila un poco la habitación y ya está.

El proceso ha resultado muy sencillo. Julio se ha evitado una enfermedad interminable, una larga medicación, cuidados paliativos, tanatorios, velatorios, traslados al cementerio y demás puñetas.

Lo último que pronunció antes de evaporarse fue: pensarán estos del hotel que me fui por la ventana y sin pagar. Y sin la ropa y los zapatos. ¡La cara que van a poner!




domingo, 26 de octubre de 2025

Los nenes franquistas



Solo los que ya tenemos una edad podríamos añorar aquellos tiempos vividos, pero no por el franquismo, sino porque éramos jóvenes, de niños jugábamos mucho en la calle, y ya de adolescentes íbamos a la universidad, teníamos salud, conocíamos chicas o chicos, nos enamorábamos…


Pero no me cabe en la cabeza que chavales de hoy, con toda la libertad y poder adquisitivo que tienen, puedan pensar que aquello era mejor que esto.

Si hubiera una máquina del tiempo me llevaría a esos chicos ignorantes a aquellos años terribles de privaciones y silencio, años grises y tristes, en blanco y negro como en el Nodo. No soy un sádico que desee mal a nadie, solo me los llevaría una temporada,  como a Mr. Scrooge del cuento de Dickens, para que miraran y compararan.

Qué "bien" se vivía en los años 40 y 50…

sin derechos ni libertades, con cartillas de racionamiento, con miedo a ser detenidos arbitrariamente y con miles y miles de compatriotas nuestros emigrando a Suiza y Alemania para quitarse el hambre, porque en España se pasó hambre.

Qué bien lo pasábamos en el colegio en los años 60...

Sí, muchos sufríamos castigos físicos, aguantábamos cantos patrióticos o religiosos, éramos adoctrinados obligatoriamente en la religión católica, y no podíamos opinar nada, ni de religión, ni de política, ni quejarte de los malos tratos...  Si los maestros te daban un par de collejas, en casa no decías nada porque te podrías llevar alguna más:

"Algo habrás hecho", era lo que se decía normalmente.

-A fulano le han fusilado.

-Algo habŕa hecho.

Había en algunos centros educativos métodos humillantes, como ponerte orejas de burro, castigarte con los brazos en cruz y de rodillas...

Qué bonito es que en un viaje nocturno en tren le pidan a tu madre delante de ti el permiso del marido para viajar "sola" o con los hijos. Algo que se me quedó grabado para siempre. Yo tendría ocho o nueve años.

En aquellos tiempos se pasaba de la tutela del padre a la del marido, qué bien lo pasaban las mujeres cuando no podían trabajar ni abrir una cuenta bancaria sin permiso de su esposo.

¿Y los que no eran heterosexuales? Los homosexuales lo tenían crudo, tenían que disimular su condición si no querían que les dieran una paliza o les aplicaran la ley de vagos y maleantes.

¿Y los que tenían otras creencias religiosas? Pues ajo y agua. Solo estaba permitida una religión, la oficial. Y las demás como si no existieran.


¿Y la mili obligatoria? Para muchos, entre los que me cuento, era un secuestro legal. En mis tiempos no había objeción de conciencia. Ibas a la mili o al calabozo.

Qué bien lo pasábamos durante el período de instrucción, abandonando estudios o trabajos, reptando bajo las alambradas con todo lleno de barro, haciendo instrucción o maniobras bajo la lluvia, fregando perolas y centenares de platos cuando te tocaba cocina, haciendo guardias, aguantando insultos y vejaciones por parte de los mandos, perdiendo un tiempo precioso de tu vida mientras servías a la patria retirando escombros de la casa del teniente, que había pensado hacer reforma en su casa a costa del trabajo gratuito de los soldados. Y esto lo digo porque lo sufrí en carne propia. Igual que de niño sufrí en carne propia la bofetada que me soltó el cura aquel, que me tiró al suelo y “se me aflojaron los esfínteres” meándome patas abajo.

Pues nada, ya que parece que la máquina del tiempo no funciona, invito a todos esos chavales a informarse por su cuenta un poco, a que lean e investiguen sobre lo que fue la España franquista, la inmensa suerte que tienen de no haberla padecido, y a no creerse siempre las mentiras del amigo falangista, o del vecino ultracatólico, o del pariente que vota a la derecha extrema.


viernes, 24 de octubre de 2025

Un viejo cascarrabias

 


Fulgencio Seisdedos era un hombre de malas pulgas.
Intolerante a la lactosa y al brócoli, odiaba el reguetón y el papel higiénico de doble capa, no soportaba a los niños ni a los que comen palomitas en el cine.

Aquella mañana se despertó con el sonido infernal de un tordo en la ventana. Lo maldijo tres veces, le tiró una zapatilla y luego le dedicó un poema ofensivo improvisado, cosa que hacía a menudo con todo lo que respiraba sin su permiso. A las ocho en punto salió de casa a regañadientes, como si la calle le debiera explicaciones. Había decidido “reconciliarse con el arte moderno”, lo cual, viniendo de él, era una amenaza más que una intención.

En el museo de arte contemporáneo entró refunfuñando y salió con una denuncia. Confundió una escultura marrón ultravanguardista con un zurullo campero y rompió un fluorescente con su bastón gritando: “¡Devuélveme mis impuestos, Kandinsky del demonio!” Se sentó en una escultura hecha con huesos reciclados, creyendo que era un banco y, al resbalar, se clavó una costilla astillada en el trasero. Acusó al museo de intento de violación ósea y atentado contra la tercera edad.

Antes de que lo echaran con la correspondiente denuncia se sentó a descansar en una silla que había en medio de una sala vacía. Resultó que, como le hizo ver un vigilante bastante enfadado, no era tal silla, sino un monumento al descanso valorado en veinte mil euros.
Salió de allí furioso, vociferando y blandiendo su bastón en el aire, diciendo:
"¡Abajo el arte moderno! ¡ Impostores! ¡Muera Mondrián! ¡Viva Velázquez!"
De camino a casa, decidió ir al supermercado a comprar coles de Bruselas, aunque las odia, pero odia más que se las lleven otros y que se acaben. Se negó a usar el carrito porque los padres consentidores meten allí a sus hijos, con sus zapatones, como si fuera un cochecito de paseo. "Además - añadía- siempre se tuercen hacia la izquierda como mi pene”. Así que fue llenando los bolsillos de su abrigo de latas de atún y sobres de embutido ibérico.

Al pasar por caja se sacó todo lo que llevaba encima, incluyendo un pañuelo usado con mocos, y se empeñó en pagar el importe con un billete de mil pesetas. Ante la cara de asco y la negativa de la cajera, Fulgencio comenzó a dar voces diciéndole a la empleada que ella era una agente al servicio del FMI.
Un guardia de seguridad le obligó a dejar allí toda la compra y lo escoltó hasta la salida mientras él gritaba que exigía hablar con el gerente, el alcalde y la Guardia Suiza.




lunes, 20 de octubre de 2025

Las buenas aficiones II

 


Dedicado a Quim Monzó y sus sopas de letras.


Sí, sí… Ya sé que no hay que obsesionarse con las cosas, pero ponte en mi lugar: cuatro años para sacarme el carnet de conducir. Y eso marca, deja su huella, imprime carácter indeleble, que dirían algunos católicos.

Todo empezó con esa vieja señal de stop que me encontré casualmente en la basura aquella mañana que rebuscaba en el contenedor amarillo. La limpié un poco con la manga del jersey y la coloqué con superglú en la puerta de entrada de mi casa. Bien visible encima de la mirilla. Claro, claro… Soy consciente de que no era del todo necesaria. Ya lo sé. Si la puerta está cerrada, la parada es obligatoria. Hasta ahí llego. Pero un impulso interior me llevó a ponerla. Y ese fue el comienzo de todo.

A continuación, seguí por el portal del inmueble donde vivo. Aprovechando que la portera estaba ausente, planté tras la mampara de la portería un cartel de peaje de autopista: peaje / toll (7,30 euros los turismos). Te juro por mis niños que hubiera pagado esa cantidad por ver la cara de doña Rosario.

Otro día, al tomar el ascensor, no pude reprimirme y coloqué junto a los botones, con un pegotón de silicona, la señal de entrada prohibida a ciclomotores.

Ya en casa dispuse:

Un paso de cebra en el vestíbulo, el tramo que va de la cocina al salón. Muy vistosas las tiras adhesivas.

El aviso de suelo deslizante en la cocina, para que nadie pisara “lo fregao”.

La advertencia de peligro animales sueltos en la entrada del dormitorio de mi suegra.

Al pasar del hall al pasillo distribuidor, un aviso de estrechamiento de calzada (concretamente de 160 a 90 cm).

Velocidad limitada a 20 Km/hora en toda la casa.

Encima del cabecero de la cama compartida con mi señora esposa (una cuarentona de buen ver): curvas peligrosas a la izquierda.

En la puerta del cuarto de los mellizos: atención, niños. Y el que avisa no es traidor, que mis nenes cuando están inspirados pueden llegar a ser terroríficos, como Zipi y Zape.

En el dormitorio de invitados, como indirecta para los  gorrones de temporada que nunca acaban de irse, quedó muy oportuno el  permitido sólo el estacionamiento los fines de semana.
En la puerta del cuarto de baño coloqué prohibidas las señales acústicas, que algunos se las traen con los pedos, y una flecha blanca sobre fondo verde señalando la taza del inodoro: salida de emergencia.

En poco tiempo atiborré la casa de señales. Hasta ahí. Luego comenzó el declive, la pérdida de entusiasmo. Porque el desánimo se apoderó de mí.

Bueno, también influyeron la falta de espacio disponible y la actitud de mi familia. Mi mujer, los niños y mi suegra parece que no estaban mucho por la labor. Mi suegra, la mirada aviesa y el gesto serio, no me perdonó lo del cartelito alusivo. Mi perro tampoco, un buldog francés, manso y tontorrón, al que quizá no le gustó demasiado el gorrito de lana que le encasqueté con un atención, perro peligroso.

La puntilla vino una noche que había andado de copas por ahí y al regresar a casa, cocido por los cubatas, me salté un ceda el paso. La Guardia Civil me dio el alto, y tras someterme a la prueba de alcoholemia, además de la multa, me retiraron por unos meses el carnet de conducir. Tan aficionado como era yo a las señales y aquel día quedé señalado como infractor.

El caso es que, por una cosa o por otra, aquella afición por los carteles de tráfico se fue desinflando como un globo. Se hacía necesario cambiar de hobby.

Tal vez sería una buena idea una colección de fotos de cruces de cementerio y lápidas de gente famosa con epitafios ocurrentes. En el cuarto de mi suegra pondría ese que dice No llores. Nos vemos pronto.

Habrá que pensarlo un poco más, darle una vuelta, que se dice.

viernes, 17 de octubre de 2025

Mariano Benavides, el falso freetour

 


De entrada admitiré que en esta profesión de guía urbano soy un impostor, un advenedizo, un frescales, máxime cuando no poseo título académico ninguno; sin embargo tengo la conciencia muy tranquila por un doble motivo. El primero, porque todos tenemos derecho a ganarnos la vida como sea siempre que no ocasionemos un daño importante a nuestros semejantes. El segundo, porque esto de los friturs tiene como objetivo entretener a los menesterosos, casi todos guiris o jubiletas aburridos que no tienen otra cosa mejor que hacer y que les gusta que les cuenten historias; aunque, visto y comprobado, la mayoría de lo que les cuentan tiene más de leyenda que de relato veraz y riguroso. Por eso me decidí a ofrecer mis servicios y esgrimí mi cartelito y mi llamativo paraguas naranja en la mismísima Puerta del Sol de Madrid. A pesar de las miradas reprobatorias de la competencia, en un rato reuní una docena de personas y pude empezar mi recorrido. Me saqué setenta pavos.

Centré mi rollete en siete u ocho anécdotas, en su mayoría más falsas que un euro de madera, lo justo para una hora y media de recorrido.


Destaco algunas:

1.- Las misteriosas tiras metálicas del suelo de la Puerta del Sol. 

Todo el mundo sabe que cuando los españoles derrotamos a las tropas de Napoleón, de los cañones incautados a los franceses una parte se destinó a fundir el metal necesario para hacer los Leones del Congreso y la otra parte para fabricar las 180 tiras metálicas que simbolizan los 180 ciudadanos caídos en el enfrentamiento del 2 de mayo tras la carga de los Mamelucos, momento que plasmó Goya en el famoso cuadro que podemos contemplar en el Museo del Prado.


2.- Origen del nombre de la casa Mira, famosa pastelería muy cercana a la Puerta Del Sol. 

Los niños de la posguerra pasaban hambre y privaciones y era muy tentador lo que exhibían en sus escaparates las tiendas de dulces y turrones. Por eso era harto frecuente ver a mocosos con sus narices pegadas al cristal soñando con los mazapanes y las peladillas que allí se mostraban. Y en una ocasión, un señor muy bromista, que en la puerta conversaba con el propietario del establecimiento, va y le dice a uno de los chicos: 

—Tú mira, mira, que es gratis, chaval. 

Cosa que aprovechó el dueño del negocio para cambiar el nombre de su establecimiento.


3.- Lugares donde la gente queda.

Hay dos lugares en la Puerta del Sol que son idóneos para quedar con los amigos dada su visibilidad y facilidad para ser encontrados. Uno es la escultura del Oso y el Madroño, símbolo de la plaza y de Madrid, y el otro es el caballo huevón, denominación popular del jumento del rey Carlos III en su estatua ecuestre situada en esa misma plaza.

4.- De Madrid al cielo.

Pero también al infierno. Este famoso registro, hoy propiedad del Canal de Isabel II fue durante nuestra pasada guerra civil una trampilla para acceder a los refugios subterráneos cuando se iniciaban los bombardeos sobre la ciudad. El refugio quedó destruido pero nos quedó de recuerdo el hueco, al que se le añadió posteriormente una tapa.




5.- Calle Echegaray.

Según nos alejamos de la Puerta del Sol hacia el Congreso nos encontramos a mano derecha con la calle Echegaray.

Valle Inclán despreciaba a este autor. Cuenta Ramón Gómez de la Serna que, una vez, el escritor gallego envió una carta a un amigo suyo que vivía en esa dirección. En el sobre puso Calle del Viejo Idiota. Y la carta llegó. Valle Inclán decía que los carteros madrileños eran muy cultos e inteligentes.


6.- Una calle emblemática: la Carrera de San Jerónimo. 

Llamada así por todos debido a la archiconocida gesta o hazaña que tuvo lugar cuando el popular santo recorrió en apenas tres minutos la distancia que media entre la Puerta del Sol y el Congreso de los Diputados, tras picarle en el culo dos avispas un día de verano durante su acostumbrado paseo matinal. ¡Un paseo que acabó en carrera!


Bueno, pues de todos los disparates que cuento hay dos que son verdad. ¿Cuáles serán?


lunes, 13 de octubre de 2025

Las buenas aficiones

 


Llevo una temporada obsesionado por el tema del tiempo, tan efímero y voluble, escurridizo como una anguila, fugaz como un cometa… su finitud, su fragilidad… Por eso decidí comenzar una colección de viejos relojes que iría, estratégicamente, distribuyendo por toda la casa: de pulsera, de mesa, de bolsillo, despertadores, relojes de arena, clepsidras, relojes de cuco, de torre y de pared. Algunos eran auténticos mamotretos de salón, con péndulo, pesas y toda la pesca.

Os preguntaréis que para qué tanto reloj.

Una cuestión existencial, poética, e incluso filosófica, me impulsó a ello: en la vida hay un tiempo para el trabajo, otro para la diversión y el ocio, otro para amar y otro para morir. Hace falta tener siempre a mano un reloj concreto para ciertos cometidos. Y cada uno tiene el suyo. Relojes de pared, grandes y solemnes para medir asuntos de gravedad, como la enfermedad, el desamor o la muerte; relojes de pulsera para asuntos ligeros y cotidianos; cucos de la Selva Negra para asuntos serios, que los alemanes lo son (serios más que cucos). También algún cronómetro que ayudara a calibrar algo tan inaprensible y fugaz como es el tiempo. ¿Por qué el dolor y la pena se hacen tan largos? ¿Cuánto dura el amor? Todo ello expresado en minutos, segundos e, incluso, para los eyaculadores precoces, en décimas de segundo.

Tras leerme enterito el especial de La Ignorancia dedicado al tiempo (1) y la entrada de Francesc Cornadó sobre tiempos líquidos, ondulantes y demás (2), me quise motivar poniendo música a toda leche con temas que trataran del asunto: viejas canciones de Alan Parsons, Booker T. & The Mg’s, Pink Floyd, Al Stewart... Me releí también Tiempo de silencioEn busca del tiempo perdidoLa máquina del tiempo, El tiempo entre costuras, el Carpe Diem, de Garcilaso, el Mientras por competir con tu cabello, oro bruñido, el sol relumbra en vano, de Góngora. Me fui sumergiendo en un mundo de manecillas, ruedecillas, tictacs, minuteros y segunderos.

Mientras decoraba la casa con los relojes que fui adquiriendo, me animaba mucho ponerme como un loco a cantar a pleno pulmón Reloj no marques las horas interpretada por Los Panchos.

Me resultaba atractiva la idea de darles cuerda uno por uno y programar la alarma —o, en su caso, las campanadas— a las siete de la mañana de las diferentes capitales del mundo. En poco tiempo me hice con los ciento noventa y seis cacharros que necesitaba. Una gozada comprobar que una treintena larga de capitales tienen la misma hora que Madrid y que se ponen de acuerdo al unísono en mi casa para despertarme a mí y de paso a todos los inquilinos del edificio, o que los amigos de Buenos Aires tienen en sus despertadores las siete de la mañana cuando aquí tan solo son las tres de la madrugada. ¡Qué gozada en plena noche asistir al acontecimiento del despertar de varios millones de porteños! ¡Esto une mucho a los pueblos! Nada hay tan grande como la empatía y la solidaridad entre naciones hermanas.

Desgraciadamente no todos pensamos igual. De hecho, hay convocada una reunón de la comunidad con carácter urgente. Por las quejas. Creo que a los vecinos no les gusta demasiado la idea de oir campanadas y despertadores a ciertas horas, intempestivas según ellos.

_______

(1) https://www.laignoranciacrea.com/portfolio/numero-37-tiempo/
(2) https://francesccornado.blogspot.com/2025/10/tiempos.html

viernes, 10 de octubre de 2025

¡Nos invaden los extraterrestres!

 


Una extraña nave, tripulada por unos hombrecillos de color verde y cabeza gorda, se dirige hacia nuestro planeta. Objetivo: conquistarlo, colonizarlo y extraer sus riquezas.

Habían programado también llevarse algunos símbolos culturales de la Tierra, como Bad Bunny o Sergio Ramos, y también unos cuantos bufones para entretenimiento durante el viaje de regreso, como Puigdemont, Milei, Trump y Elon Musk, ya que consideraban sus declaraciones mediáticas como rutinas humorísticas de alto nivel.

Pero ahora lo prioritario era el abastecimiento energético. La Tierra ofrecía interesantes recursos, entre otros: las cagarrutas de cabra, esenciales para su industria aeroespacial dado su alto contenido en Giliberto12, una sustancia de gran poder energético y olor a calcetín hervido.

Los alienígenas aterrizaron en un descampado de Albacete y bajaron de sus platillos, verdes, brillantes y con un claro aire de superioridad moral.

Buscando establecer vías pacíficas de colonización, intentaron identificar al líder supremo de la Tierra. Confundieron a un burro con el presidente planetario, tras analizar que el tamaño de las orejas era señal de autoridad. El burro rebuznó con intensidad. Ellos lo interpretaron como un discurso diplomático, lo aplaudieron de pie y le ofrecieron un tratado de paz, cuatrocientas toneladas de heno y el control total del sistema solar. El burro defecó. Lo tomaron como firma oficial del acuerdo.

Luego se toparon con el tío Eulogio, un pastor con la dentadura recauchutada por los años y la dieta basada en morcilla, chorizo y panceta de matanza casera.

Los extraterrestres se frotaron las manos ( cinco cada uno) cuando vieron la enorme piara de cabras que pacía plácidamente en aquel prado y que, sin duda, era propiedad del lugareño aquel que les miraba fijamente con más desconfianza que curiosidad.

Intentaron comunicarse con él a través de su idioma nativo: flatulencias codificadas. Cada pedo tenía un matiz: saludo, amenaza, proposición indecente, o receta de plato típico intergaláctico. El problema vino cuando uno de los marcianos soltó un pedo diplomático tan potente que desintegró el reloj del ayuntamiento, tres buzones y la boina del tío Eulogio.

—¡Ahí va, la hostia! ¡Eso es un pedo, y no los que se casca mi suegra!

Tras los saludos de cortesía por ambas partes, los diminutos seres verdes, sin permiso del terrícola, procedieron a instalar sus extractores anales automáticos de cagarrutas en las cabras locales.

¡Eh, cara de sapo! ¡A la Belinda ni me la toques, que te endiño una leche que te pongo las antenas en el cogote !

Entonces, ocurrió lo imposible: una cabra se tiró un pedo tan tremendo que invirtió el campo magnético de la Tierra. La nave fue absorbida por su propio trasero propulsor y se plegó sobre sí misma como un sofá-cama mal cerrado. Los alienígenas desaparecieron en una nube con aroma a coliflor hervida.

La Humanidad pudo respirar tranquila. Se había librado de una gran amenaza exterior. Cuando se corrió la voz de este hecho inaudito, las cabras fueron declaradas patrimonio nacional y se erigió una estatua de Belinda en bronce macizo en medio de una rotonda, donde aún hoy muchos juran que, de vez en cuando, se oye una flatulencia al pasar.


lunes, 6 de octubre de 2025

Pagar el pasaje

 


De vez en cuando me viene a la memoria una imagen... la de un niño leyendo en su habitación. Viejas historias de barcos y lugares remotos donde se daban cita Julio Verne, Salgari, Melville, Stevenson, Homero... compartiendo conmigo la fascinación del viaje, las tierras lejanas, los misterios, las aventuras en alta mar, dominio de piratas y de seres fabulosos... todo un mundo extraordinario y mágico para un niño curioso y lector.

Cuando mi madre abría la puerta del cuarto para decirme algo o para avisarme de que la comida ya estaba lista, se rompía el hechizo de la lectura; sin embargo, yo sabía que la aventura no iba a continuar sin mí y que tras la comida o la regañina me esperaban, escondidos entre las páginas de mis libros, el Capitán Nemo y su Nautilus, Ulises y las sirenas, Alex y el doctor Lidenbrock, el Capitán Ahab, John Silver…

Luego fui creciendo. De niño pasé en un santiamén a adulto. Otras inquietudes y otras lecturas fueron sustituyendo a las de la infancia.
Me hice lector gracias a lo que leí cuando era pequeño, que me abrió un camino imaginativo y libre de ataduras, lejos de las sombras y de los asuntos anodinos de la vida real, tan prosaica ella.

El tiempo pasó deprisa, demasiado deprisa para mi gusto.
Ahora ya soy mayor, más de lo que uno puede desear.
Y mis horas vividas me anuncian inexorablemente que esto ya va concluyendo.

Me encuentro en este momento caminando por una costa escarpada y rocosa y veo el mar abajo, perdiéndose en el horizonte. El viento me golpea la cara, desordena mi cabello, y me trae un viejo olor a algas y a historias antiguas. En el cielo, las mismas nubes de tono cárdeno del atardecer de cuando era un crío me acompañan en mi paseo. Desde el acantilado creo divisar una embarcación. Seguramente debe tratarse de Caronte que viene a recogerme para emprender la última travesía. Ha llegado finalmente la hora de partir. Me hurgo en los bolsillos buscando algunas monedas para pagar el viaje. Afortunadamente encuentro dos, relucientes y como nuevas: esas que venían de regalo en un estuche de plástico cuando alguien me compró hace sesenta años un ejemplar de La Isla del Tesoro.


jueves, 2 de octubre de 2025

Días de escuela

 


Juventudes reptilianas: ya sonó el clarín que os llama a combatir…(1)


Hasta la adolescencia Aurelio Cabeza siempre fue un mal estudiante. Se distraía con el vuelo de una mosca. Enredaba mucho y no atendía convenientemente a las explicaciones de los profesores. Se entretenía en hacerles caricaturas o en emitir ruiditos disruptivos con la boca o con la ranita de hojalata (clic-clac) que escondía en el bolsillo y que solía sacar de paseo en plena sesión docente, como aquella vez en la que el padre Casiano disertaba sobre el movimiento uniformemente acelerado.

Entonces no había psicólogos en los centros educativos, ni orientadores, ni equipos multiprofesionales que dijeran que lo suyo era hiperactividad o un déficit de atención o desmotivación o tal vez un diferente ritmo en la velocidad de aprendizaje y que necesitaba una adaptación curricular. Lo que había era una respuesta unánime sin necesidad de consenso previo: la ensalada de leches con la que le obsequiaban los docentes en el aula —en este caso el tal Casiano, acercándose con aviesas intenciones al pupitre de Aurelio, manteniendo, por coherencia profesional, un cabreo uniformemente acelerado— o su padre en casa cuando veía las malas notas.

Una mañana que amaneció lloviendo no se organizaron filas con los chicos en el patio como era lo habitual, sino que se les hizo subir directamente a las aulas, aunque todavía faltaran algunos minutos para la hora de entrada. La lluvia les excitaba,  les alborotaba más de la cuenta, con el aliciente de que entraban en las clases antes de tiempo pero sin profesores a la vista. 

—¡Cabeza, dibuja al Casiano! 

Y él, halagado por esa deferencia que le brindaba alguno de los líderes de la clase, se acercaba al encerado y allí procedía a dibujar al cura de física y química. 

—¡Ahora dibuja al Foca!

Y del mismo modo comenzaba a dibujar al orondo profe de matemáticas.

—¡Cabeza, dibuja al Benja!

Y acto seguido pergeñaba sobre la pizarra la imagen burlesca y exagerada del tutor, un hombre bajito y poca cosa, de cabeza grande y más ancha que alta, como un limón en sentido apaisado, enormes gafas, escasez de barbilla, el ceño fruncido y un belfo exagerado al estilo de los Austrias.

En ese momento dos sonoras palmadas llamando al orden se dejaron oír desde la puerta que se acababa de abrir para dar paso precisamente al tutor, ¡el Benja!, con el que tenían clase de historia a primera hora aquella mañana… Todos abandonaron la pizarra, corriendo a sentarse en sus pupitres.

Don Benjamín echó un vistazo al encerado, repleto de monigotes, se colocó justamente delante de su propia caricatura, como frente a un espejo, y mirando detenidamente su enorme labio inferior dibujado con tiza, con idéntico semblante, se volvió a los chicos y muy serio dijo:

—Que salgan aquí  todos  los que han dibujado esto.

Resueltamente, haciendo acopio de valor y temeroso, aunque satisfecho, por el “trabajo” realizado, Aurelio se levantó del asiento y caminó hacia la pizarra.

Perplejo, el profesor ordenó al resto de la clase: 

—Que salgan los demás.

Pero nadie se movió, porque, si bien era verdad que muchos otros participaron en el alboroto, nadie más que él había dibujado lo que todos podían contemplar en aquel momento. Así que, pasados unos segundos de absoluto silencio, el Benja le preguntó:

—¿Has dibujado todo esto tú solo?

—Sí, profe.

Le miró de arriba abajo y, aguantando la risa, dijo: 

—Anda, siéntate.

No hubo castigo; pero la fama de «dibujante» corrió como la pólvora por el colegio.

Una tarde, a la salida, mientras Aurelio bajaba las escaleras en fila con el resto de los chicos de su grupo, el padre prefecto, el encargado de la disciplina, el más grande de todos los docentes, un navarro de más de uno ochenta, al que todos conocían por las sonoras bofetadas que suministraba en el patio a los que no hacían las filas en condiciones, le espetó: 

—¡Cabeza, enséñame las caricaturas!

—Aquí no las llevo, padre. Las tengo arriba en clase.

—Pues bájalas, que las quiero ver.

Y eso fue lo que hizo. Subió de nuevo. Abrió su pupitre y recogió un bloc lleno de monigotes con el que bajó de nuevo. Sonriente, el padre prefecto estuvo entreteniéndose un buen rato pasando hojas y deleitándose con sus ocurrencias. Dio la bendita casualidad de que en aquel cuaderno repleto de disparates no hubiera, como otras veces, dibujos obscenos de tíos con la polla tiesa y señoras de tetas gordas y sexo peludo. De buena se libró. Creo que el encargado de la disciplina se quedó con las ganas de encontrar entre sus trabajos platos más fuertes, porque cuando terminó, algo decepcionado, le devolvió el cuaderno y le dejó marchar. 

________

(1) Fragmento -levemente modificado- del auténtico y glorioso himno colegial.