A
las nueve de la mañana estaba citada Raquel para una entrevista con
el fin de cubrir un puesto de responsabilidad en una importante
empresa de cremas dentífricas. Pensó que su juventud y su
espléndida sonrisa de perfectos dientes blancos le serían de mucha
ayuda.
La
entrevista se llevaría a cabo en un enorme edificio de cuarenta
plantas en plena avenida del centro de la ciudad. Era un bloque
moderno, de hormigón, acero y cristal, de enormes ventanales
translúcidos que ocupaban casi la totalidad de los muros que daban
a la calle. Se accedía por un enorme portal también de cristal,
dotado de cuatro grandes puertas, dos de ellas giratorias. Al entrar,
un espacioso hall comunicaba de frente con los ascensores, cuatro en
total, siempre con gran actividad por el trasiego de gente trajeada
que subía o bajaba a sus ocupaciones.
Raquel
llegó puntual y tomó uno de los ascensores para subir a la planta
número 32. Como ella, otros candidatos al puesto también lo
tomaron. El ascensor, muy moderno y rápido, era amplio, con
capacidad para unas doce personas, y en un santiamén, de forma
silenciosa, llegó a su destino final.
Al
llegar a la planta, una amable azafata recibía a las personas que
iban llegando y las acompañaba a una sala donde primeramente un
directivo de la empresa les daría una información de forma
colectiva. Luego irían llamando uno por uno a los aspirantes y otro
directivo les haría la entrevista personal.
Y
enseguida comenzó la reunión:
Buenas
días, amigos. Me presentaré. Soy Sergio Lozano, director adjunto
del Departamento de Innovación de Rudolf & Henckel. Ustedes han
sido los elegidos entre un numeroso grupo de candidatos a optar por
dos plazas dentro de nuestra prestigiosa empresa que, como bien
saben, es la primera a nivel nacional de su ramo; ocupando además un
buen puesto dentro del panorama internacional. Estamos presentes en
doce países y nuestros productos se venden en más de cuarenta y
cinco naciones del mundo. Una de nuestras características es la de
la expansión e innovación constantes. Cotizamos en bolsa desde 1985
y nuestras acciones no paran de subir año tras año.
El
trabajo que se les encomendará a los afortunados que consigan un
puesto es muy delicado e importante. Trabajarán en un entorno
agradable en el departamento de selección de texturas y de olores
para nuestros productos. Ustedes serán los últimos responsables de
lo segundo. Su herramienta básica será el olfato. Por eso será
necesario cuidarlo. Los seleccionados harán un breve curso donde
aprenderán diversas técnicas y donde se les enseñará a potenciar
y cuidar ese sentido tan preciado y tan necesario. Lógicamente, si
alguno de ustedes es fumador, deberá abandonar inmediatamente ese
hábito si quiere optar por una de las dos plazas. Cuando acaben el
curso sabrán distinguir entre más de doscientos tipos de fragancia.
Y se volverán un poco maniáticos de los olores. No hace falta decir
que nuestros productos entran por cuatro sentidos principalmente: por
el tacto, debido a su consistencia y textura; por la vista, gracias a
sus colores; por el gusto, con esos sabores a menta y eucalipto,
principalmente, y por el olfato… cuando alguien, al hablar con
nosotros, nos echa su aliento fresco después de haber usado alguna
de nuestras potentes pastas dentífricas. Y tenemos un lema: siempre
hay un producto diferente para cada necesidad. Y en eso estamos
trabajando ahora: diseñar una pasta para cada tipo de cliente, algo
personalizado. Y ahí es donde entrará la labor de nuestros dos
seleccionados. Y la selección empieza ahora. Enseguida les llamarán
desde el Departamento de Personal para la realización de la prueba
individual. Buenas tardes. Y mucha suerte.

Y
dicho esto, abandonó la sala de reuniones. Al poco, una azafata
entró para indicarles que permaneciesen sentados en sus butacas. Y
que por megafonía les irían llamando para la entrevista. Cuatro
personas del departamento serían las encargadas de ir evaluando la
capacidad de los aspirantes. Enseguida nombraron a los cuatro
primeros, al cuarto de hora nombraron a otros cuatro. Y así
sucesivamente. Los que se iban yendo ya no volvían a la sala de
actos, sino que salían discretamente por otra puerta con destino a
los ascensores para bajar a la calle. Hasta que no acabaran de pasar
todos, no habría selección para elegir a los dos que se quedarían
con el empleo. En la tercera tanda entró Raquel. La hicieron pasar a
un despacho donde la recibió muy amablemente uno de los directivos
encargados de la selección de personal. Tras unas cuantas preguntas
de rigor, pasaron a la realización de la prueba final. Se trataba de
evaluar, reconocer y catalogar diferentes olores. Debía hacerlo con
los ojos vendados. Lo que desconocía Raquel era que se trataba
realmente de distinguir diferentes tipos de aliento.
Así
que, mientras permanecía de pie, con la venda delante de los ojos,
fueron desfilando diferentes personas delante de ella, un cortejo de
gente anónima y variopinta, reclutada en la calle por unos pocos
euros. Había estudiantes, mendigos, desempleados, pensionistas,
amas de casa… Su único cometido era ponerse en fila cuando se les
dijese y echar el aliento a la persona que esperaba con el olfato
dispuesto y los ojos vendados.
Así
que por su nariz desfilaron alientos jóvenes y viejos, frescos y
cargados, agradables y repulsivos. Predominaban las bocanadas de aire
fétido, los efluvios apestosos. Y había hedor a digestiones mal
hechas, a dientes podridos por la caries, a tabaco rancio, a alcohol
semidigerido, a descomposición bacteriana, a amígdalas infectadas,
a problemas hepáticos, a una deficiente higiene dental… Todo un
cortejo de olores, la mayoría repugnantes.
La
empresa reservaba dos plazas para aquellas personas seleccionadas que
fueran capaces de distinguir y catalogar el mayor número de tipos de
aliento posible. Raquel consiguió superar la prueba, pero fue
incapaz de probar bocado hasta el día siguiente. Tenía la
pituitaria impregnada de porquería, el estómago revuelto y el
cerebro entero como un contenedor de basura lleno de sensaciones
olfativas repugnantes y recientes.
Un
par de días más tarde la llamaron para ocupar su puesto. Un trabajo
de narices. Nunca mejor dicho.
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