lunes, 17 de noviembre de 2025

El monstruo

 

Aprovecho el tirón de la película de Guillermo del Toro para retomar una vieja entrada mía.


El monstruo 


Hacía un frío que pelaba en aquel viejo caserón a las afueras de Londres.

Un cielo encapotado con un manto gris amenazaba lluvia.

Anochecía.

Al poco estalló la tormenta.

Dentro de la mansión alguien andaba frenético entre máquinas, manuales de anatomía, cables, probetas y tubos de ensayo. Era el doctor Víctor Madenstein, un hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, que trasteaba en su laboratorio. Junto a él, un ser descomunal atado con correas sobre una tabla horizontal que hacía las veces de camilla. Sus muñecas y sus tobillos se mostraban sujetos a unas abrazaderas metálicas de las que salían unos cables que iban a parar a una consola cercana formada por un sinfín de botones, llaves y palancas.

Atrás quedaron los días de los preparativos: noches interminables a la luz de una vela consultando viejos manuales de anatomía, el saqueo de las tumbas en busca de cadáveres frescos y adecuados, y todo eso que aparece en las películas alusivas durante la primera media hora de proyección para ir abriendo boca.

Ahora era el momento definitivo. Aquel ser inerte que yacía en la improvisada camilla, fruto de tantas horas de experimentos y ensayos, era el resultado de un proceso que en ese momento llegaba a su recta final. La hora de la verdad había llegado.

Y aquella era la tormenta esperada, la tormenta perfecta. El ruido de los truenos servía de banda sonora y telón de fondo para la situación que estaba teniendo lugar.

De pronto, un relámpago iluminó violentamente la sala, una escena en blanco y negro, como no podía ser de otra manera. Una luz pálida procedente de la claraboya del techo alumbró por un momento el cuerpo yacente. ¡El rayo había caído precisamente sobre el tejado! Y desde  el pararrayos exterior se comunicó con el interior del laboratorio a través de los cables dispuestos para tal fin. La descarga sacudió violentamente al gigante que estaba tumbado.

¡Lo conseguí! dijo entusiasmado el doctor cuando percibió un leve movimiento en los párpados del ser aquel.

Y el doctor Madenstein, aquel hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, lloró de alegría, como llora una madre cuando recibe en sus brazos el fruto que se gestó durante nueve meses en su vientre.

Deslumbrado por la situación, se quedó con los ojos muy abiertos mirando su obra. Aquella criatura le pareció bella, a pesar de su metro noventa y ocho, sus cicatrices, sus remaches y tornillos, sus zapatones y su pelo recortado a trasquilones. El monstruo abrió primero un ojo, después el otro, y se quedó mirando fíjamente a Víctor Madenstein. Luego, tras emitir una especie de carraspeo, se incorporó, rompiendo correas y abrazaderas, y dijo:

¿Cuál es mi estatus? ¿Nacido? ¿Adoptado? ¿Fabricado? ¿Con cuántos años nazco? ¿Debo ser considerado menor de edad? ¿Serás mi tutor? Espero haber caído en la familia adecuada y que mi padre, presuntamente tú, sea una persona responsable que me dé buen ejemplo y atienda mis necesidades. Espero que lo mío sea legal. No vaya a ser que salga por ahí algún heredero y me líe alguna por nacimiento ilegítimo. Anda que te has lucido: ¿No había otro más feo en el cementerio? Ya te vale, tacañón. Me has hecho de recortes de saldo. El flequillo cortado a bocados, como si fuera un antisistema, es de juzgado de guardia. Digo yo que me podrías haber buscado una ropa de mi medida. Esta chaqueta me queda corta y tiene más mierda que el sobaco de una mona. 

Y fue en ese momento, en ese preciso momento, cuando Víctor Madenstein, el hombre alto, bien parecido y de sienes plateadas, comprendió que se había equivocado y que tarde o temprano tendría que deshacerse de su obra, lo cual ocurrió poco después, cuando el monstruo se dedicara a sembrar el pánico por la localidad haciendo de las suyas. Fue muy sencillo: le retiró la asignación semanal y le confiscó la Play Station y el móvil. Desesperado, se fue de casa.

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Y que Mary Shelley, Boris Karloff y Guillermo del Toro me perdonen por esta relectura descabellada.


jueves, 13 de noviembre de 2025

Los bonitos cuentos de la infancia 2

 


Ilustración de Arthur Rackman
(El texto no)


Los cuentos infantiles son esas cosas que, entre “érase una vez” y “comieron perdices”, se puede rellenar lo de dentro al antojo del autor. Eso sí, en todo cuento que se precie debe haber una buena dosis de misterio, sensiblería, intriga, penas, seres malvados… Y hasta una moraleja para el lector, faltaría más. Que lo leído, además de entretener, debe ofrecernos alguna enseñanza.

¿Quién no recuerda el impacto emocional de algún cuento de la infancia? Rememoro ahora la historia de una ballenita perdida por su madre despistada en medio del océano y el berrinche que me llevé según me contaba el asunto la tata Antonia, una mujer mayor que se regodeaba sádicamente de mis pucheros. Porque antes de venir a menos yo fui un señorito de los de tata en casa. Y ella debía cobrar poco y se vengaba haciéndome rabiar.



Gustave Doré


¿Será por eso que la inmensa mayoría de los cuentos infantiles son terribles, rozando algunos el sadismo? Blancanieves, Cenicienta, Caperucita Roja, la Bella Durmiente, Pulgarcito, Rapunzel o Hansel y Gretel. Niños abandonados, mocita que debe atravesar el bosque oscuro para ir al encuentro de su abuelita, niña maltratada por su madrastra y por las harpías de sus hermanastras, jovenzuela envenenada y que entra en coma por una manzana en mal estado, una bruja que se quiere comer a los hermanos abandonados por sus padres, un ogro que idem de lo mismo… Y detrás de todo ello posiblemente empleados mal pagados, sádicos vengativos que perseguían asustar a los nenes para que se quedaran paralizados de miedo. Como la tata Antonia.

lunes, 10 de noviembre de 2025

Los bonitos cuentos de la infancia 1

 Caperucita Roja



Caperucita aguardaba sentada junto a la mesa camilla. La abuelita seguía en la cama y parecía dormida, ajena a todo.

La niña sujetaba entre sus piernas la escopeta, todavía humeante. Mientras, en la cocina, el lobo preparaba el café.


viernes, 7 de noviembre de 2025

Gramática parda. Oraciones 2

 


Tan solo una oración.


El autócrata aquel, presidente de la nación, tirano por la gracia de Dios, padre de la patria, amo de vidas y haciendas ajenas, tras tomar una opípara cena, regada con una botella de vino tinto de crianza de la mejor añada, y tras dictar a su secretario las órdenes pertinentes para el día siguiente, destacando entre otras: recompensar a Humberto Gutiérrez, marqués del Seto Seco, chivato y correveidile, por su apreciable labor de espía entre los miembros de la alta nobleza, promoviéndolo en su escalafón al grado de generalato; indemnizar a la viuda de don Cosme Garrido Gutiérrez, capitán de infantería fallecido en atentado terrorista, por los servicios prestados a la patria por el oficial finado; degradar al rango de soldado raso al comandante Luis Menéndez Soseras, por indisciplina manifiesta al negarse a cortar el pelo al cero a los reclutas del último reemplazo; castigar al ayudante de cocina, con la severa pena de cuatro latigazos, tirón de orejas, colleja en el cogote, amonestación verbal y patada vejatoria en el culo, por cometer la imprudencia de excederse con la sal en las comidas de palacio, a sabiendas de la hipertensión del benefactor de la república; expulsar del país, con carácter indefinido e inapelable, a Eulogio Martín Simón, mozo de cuadra, tras ser sorprendido en las caballerizas robando parte del forraje destinado a la comida de los caballos del excelentísimo presidente de la nación; detener a Segismundo Fernández por alta traición a la patria, dadas sus repetidas quejas por su precaria situación económica, proferidas en cualquier momento y lugar, un mal ejemplo para el resto de sus compatriotas, una actitud nada edificante ni positiva; encarcelar a Agapito Gutiérrez Sánchez por el hurto de un pan en el mercado; mandar al paro a Mercedes García Mediavilla, fámula de la casa del presidente, por sisar media docena de huevos para consumo propio; suministrar a Casimiro Laflor una tanda de cuarenta azotes con zapatilla de esparto por haber mantenido en el corral relaciones ilícitas y deplorables con una lechona (sin preservativo y sin mascarilla); degradar al rango de monaguillo al cura de la iglesia de san Teófilo por no citar en la Santa Misa el nombre del padre de la patria, como es cosa obligatoria en todos los templos del territorio nacional; llevar a efecto la orden de ejecución de gente reincidente, indeseable y torpe en sus hábitos, según listado adjunto: disidentes, malhechores, truhanes, trileros, tahúres, falsos magos, estafadores, opositores políticos, escribidores de medio pelo…; etc., se encaminó hacia sus aposentos para disfrutar del sueño reparador de los hombres justos y de conciencia tranquila, no sin antes haber elevado una oración a su benefactor allá en los cielos.

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Para los que no quieran perder tiempo: la oración, la gramatical, puede reducirse a lo que está en negrita.