viernes, 7 de noviembre de 2025

Gramática parda. Oraciones 2

 


Tan solo una oración.


El autócrata aquel, presidente de la nación, tirano por la gracia de Dios, padre de la patria, amo de vidas y haciendas ajenas, tras tomar una opípara cena, regada con una botella de vino tinto de crianza de la mejor añada, y tras dictar a su secretario las órdenes pertinentes para el día siguiente, destacando entre otras: recompensar a Humberto Gutiérrez, marqués del Seto Seco, chivato y correveidile, por su apreciable labor de espía entre los miembros de la alta nobleza, promoviéndolo en su escalafón al grado de generalato; indemnizar a la viuda de don Cosme Garrido Gutiérrez, capitán de infantería fallecido en atentado terrorista, por los servicios prestados a la patria por el oficial finado; degradar al rango de soldado raso al comandante Luis Menéndez Soseras, por indisciplina manifiesta al negarse a cortar el pelo al cero a los reclutas del último reemplazo; castigar al ayudante de cocina, con la severa pena de cuatro latigazos, tirón de orejas, colleja en el cogote, amonestación verbal y patada vejatoria en el culo, por cometer la imprudencia de excederse con la sal en las comidas de palacio, a sabiendas de la hipertensión del benefactor de la república; expulsar del país, con carácter indefinido e inapelable, a Eulogio Martín Simón, mozo de cuadra, tras ser sorprendido en las caballerizas robando parte del forraje destinado a la comida de los caballos del excelentísimo presidente de la nación; detener a Segismundo Fernández por alta traición a la patria, dadas sus repetidas quejas por su precaria situación económica, proferidas en cualquier momento y lugar, un mal ejemplo para el resto de sus compatriotas, una actitud nada edificante ni positiva; encarcelar a Agapito Gutiérrez Sánchez por el hurto de un pan en el mercado; mandar al paro a Mercedes García Mediavilla, fámula de la casa del presidente, por sisar media docena de huevos para consumo propio; suministrar a Casimiro Laflor una tanda de cuarenta azotes con zapatilla de esparto por haber mantenido en el corral relaciones ilícitas y deplorables con una lechona (sin preservativo y sin mascarilla); degradar al rango de monaguillo al cura de la iglesia de san Teófilo por no citar en la Santa Misa el nombre del padre de la patria, como es cosa obligatoria en todos los templos del territorio nacional; llevar a efecto la orden de ejecución de gente reincidente, indeseable y torpe en sus hábitos, según listado adjunto: disidentes, malhechores, truhanes, trileros, tahúres, falsos magos, estafadores, opositores políticos, escribidores de medio pelo…; etc., se encaminó hacia sus aposentos para disfrutar del sueño reparador de los hombres justos y de conciencia tranquila, no sin antes haber elevado una oración a su benefactor allá en los cielos.

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Para los que no quieran perder tiempo: la oración, la gramatical, puede reducirse a lo que está en negrita. 

lunes, 3 de noviembre de 2025

Autómata

 


Impasible era la palabra. Falta de emociones, de sensibilidad ante las cosas, ante los problemas ajenos, como si fuera una máquina… Aparentemente era eso, con esa inexpresividad, esa falta de gestos, esa…, digamos, inmovilidad facial y de actitud, ese silencio cada vez que Germán le contaba sus problemas cotidianos, el follón con aquel cliente, la bronca del jefe… Pero no era justo, su escasez de aspavientos, de gestos o de comentarios no se debía a que le resbalaran las cuitas ajenas, simplemente se comportaba como lo que era, un ser tímido, una esponja, porque su aparente pasotismo disfrazaba la otra realidad: todo lo absorbía, incluso los problemas ajenos, solo que no lo parecía. Su silencio era interpretado como apatía y distancia, pero no quedaba indemne nunca. También era consciente de que, para su pareja, formaba parte del mobiliario de la casa, como la cafetera, el microondas o la termomix. Desde que se quedó sin trabajo, se convirtió en la encargada exclusiva de las faenas domésticas: planchar, cocinar, ir al mercado... El que traía el dinero a casa era Germán, y era muy exigente.

Y estaba ahora ahí, ante él, sobrepasada por su elocuente verborrea, sin saber qué decir, que no se interpretara mal, con esa cara de víctima incomprendida aguantando el chaparrón. Que si te da igual lo que me pase, que si esto, que si lo otro, que si lo de más allá… Quería decirle que no era así, sino todo lo contrario, que sus problemas con el jefe y con los de la empresa de telefonía móvil que siempre le llamaban cuando estaba echado a la siesta claro que le importaban.

—¿Escuchas cuando te hablo?

—Claro que sí, Germán.

Le daban ganas de mandarle a paseo. Pero le faltaba voluntad. En los últimos tiempos se había convertido en una autómata. Solo sabía obedecer órdenes y aguantar la bronca cada vez que él tenía un mal día , pagándolo con ella, hablándole con dureza...

—Claro que te escucho, Germán.

—¡Quién lo diría! Ni una sola expresión de tu cara lo demuestra. Estás ahí impávida, indolente, inexpresiva, como un vegetal, como un robot sin sentimientos… Muchas veces pienso que no corre sangre por tus venas, sino horchata. Entre tú y la esponja del baño no veo gran diferencia. A veces creo que convivo con una lavadora. Anda, muévete, haz algo. Al menos pon la mesa. ¡Qué mujer, por Dios!

Entonces, ella reaccionó por fin. Se levantó decidida hacia donde estaba él, le miró fíjamente con frialdad, le puso una mano en el hombro, la deslizó hacia su nuca, bajó el dedo índice por su cuello y se detuvo en el punto donde se encontraba el botón. Lo desconectó.

jueves, 30 de octubre de 2025

Hacer un simpa

 


Recuerda Julio ahora la tarde aquella, ya muy lejana, en la que sus familiares y él pasaron las horas conversando o, como se dice coloquialmente, arreglando el mundo. Uno de los temas que abordaron fue el de las diferentes formas de tratamiento postmortem cuando llegue el día de la despedida, si ser enterrados, incinerados o qué. Y sacaron a relucir las diferentes opciones posibles. Hubo para todos los gustos y sensibilidades.

El tío Marciano, convencido de que, a pesar de su nombre, ninguna nave extraterrestre vendría a por él para abducirlo y, gracias a su avanzada tecnología, ofrecerle la panacea de la longevidad, apostaba por la fórmula tradicional de ser inhumado en una fosa, como dios manda, decía, que los gusanos son más de fiar que la incineradora, que trae a la memoria la imagen de los hornos crematorios de los nazis.

Julio fue el que la lio parda con su propuesta. Aprovechándose del tirón de la eutanasia y de los avances en las nuevas tecnologías, apuntó como opción personal la del vaporín. Y nadie le entendió al principio.

¿El vaporín? ¿Y eso qué coño es, si se puede saber? —pregunto el tío Marciano.

Pues muy sencillo, querido tío: llegado el día elegido por mí o por las circunstancias, dependiendo de las ganas y de lo terminal que esté uno, elijo la del vaporín, un medicamento de reciente fabricación que consiste, aplicando el principio físico de la sublimación, en transformar la materia sólida en gas, como ocurre con el hielo seco o las pastillas de los ambientadores. Es decir, y para entendernos, me tomo una pastilla de esas, que por cierto vende un laboratorio checo por internet, y mi cuerpo, en pocos segundos, se desvanece en el aire, como el humo. Conmigo van a hacer poco negocio los de la funeraria. No encontraréis nada más barato en el mercado: por cien pavos vas y te evaporas.  Como si nunca hubieras vivido. Y aquí paz y después gloria.

Al principio se quedaron todos como tocados, en silencio, boquiabiertos, por lo que ellos consideraron, si no una solemne estupidez o una tomadura de pelo, algo imposible de llevarse a efecto.

Este sobrino mío cada día está más tonto —pensaba el tío Marciano.

Las drogas y el alcohol acaban pasando factura —se decía para sí su hermano Federico.

¡Dios santo, lo que hay que oír en esta casa! —rezongaba para sus adentros la tía Purificación.

Y lo recuerda Julio precisamente ahora, en la habitación del hotel que ha reservado con el fin de dar desde allí el paso definitivo, antes de que el mal que le invade se manifieste en toda su virulencia. Ha decidido finalmente poner en práctica el método que defendió en aquella reunión familiar de hace más de una década. Lo tiene todo previsto. Hace un rato envió un email de despedida a sus familiares sin decir su paradero. No quiere que ellos tengan encima que pagar la habitación, pues a los del hotel no les ha informado de nada, como es lógico. O sea, que hará un simpa en toda regla.

Y ahora llegó el momento de tomar la pastilla.

Empieza el proceso evanescente a los diez minutos de haberla ingerido, echando vapor por la cabeza y por las orejas, también por los ojos (en el prospecto se avisa de la conveniencia de quitarse las gafas para que no se empañen). Luego, todo se va esfumando progresivamente, empezando por el cabello, la parte más alta, como si se disolviera en el aire: desaparece la cabeza, los hombros, los brazos, el torso...

Ya ha desaparecido la mitad superior del cuerpo. Sigue ahora el resto, de cintura para abajo.

Resultan curiosos y dignos de ver sendos chorritos de vapor saliendo por los orificios del pene y del ano, como las válvulas de las ollas y de las cafeteras al liberar la presión interior.

Lo último en desaparecer son las piernas y los pies, quedando vacíos los zapatos. Todo muy cómodo e indoloro. Julio se ha hecho vaho. Como es invierno y estaba la ventana cerrada por el frío, tomó la precaución de abrirla con anterioridad para evitar condensaciones en los cristales. Así se ventila un poco la habitación y ya está.

El proceso ha resultado muy sencillo. Julio se ha evitado una enfermedad interminable, una larga medicación, cuidados paliativos, tanatorios, velatorios, traslados al cementerio y demás puñetas.

Lo último que pronunció antes de evaporarse fue: pensarán estos del hotel que me fui por la ventana y sin pagar. Y sin la ropa y los zapatos. ¡La cara que van a poner!




domingo, 26 de octubre de 2025

Los nenes franquistas



Solo los que ya tenemos una edad podríamos añorar aquellos tiempos vividos, pero no por el franquismo, sino porque éramos jóvenes, de niños jugábamos mucho en la calle, y ya de adolescentes íbamos a la universidad, teníamos salud, conocíamos chicas o chicos, nos enamorábamos…


Pero no me cabe en la cabeza que chavales de hoy, con toda la libertad y poder adquisitivo que tienen, puedan pensar que aquello era mejor que esto.

Si hubiera una máquina del tiempo me llevaría a esos chicos ignorantes a aquellos años terribles de privaciones y silencio, años grises y tristes, en blanco y negro como en el Nodo. No soy un sádico que desee mal a nadie, solo me los llevaría una temporada,  como a Mr. Scrooge del cuento de Dickens, para que miraran y compararan.

Qué "bien" se vivía en los años 40 y 50…

sin derechos ni libertades, con cartillas de racionamiento, con miedo a ser detenidos arbitrariamente y con miles y miles de compatriotas nuestros emigrando a Suiza y Alemania para quitarse el hambre, porque en España se pasó hambre.

Qué bien lo pasábamos en el colegio en los años 60...

Sí, muchos sufríamos castigos físicos, aguantábamos cantos patrióticos o religiosos, éramos adoctrinados obligatoriamente en la religión católica, y no podíamos opinar nada, ni de religión, ni de política, ni quejarte de los malos tratos...  Si los maestros te daban un par de collejas, en casa no decías nada porque te podrías llevar alguna más:

"Algo habrás hecho", era lo que se decía normalmente.

-A fulano le han fusilado.

-Algo habŕa hecho.

Había en algunos centros educativos métodos humillantes, como ponerte orejas de burro, castigarte con los brazos en cruz y de rodillas...

Qué bonito es que en un viaje nocturno en tren le pidan a tu madre delante de ti el permiso del marido para viajar "sola" o con los hijos. Algo que se me quedó grabado para siempre. Yo tendría ocho o nueve años.

En aquellos tiempos se pasaba de la tutela del padre a la del marido, qué bien lo pasaban las mujeres cuando no podían trabajar ni abrir una cuenta bancaria sin permiso de su esposo.

¿Y los que no eran heterosexuales? Los homosexuales lo tenían crudo, tenían que disimular su condición si no querían que les dieran una paliza o les aplicaran la ley de vagos y maleantes.

¿Y los que tenían otras creencias religiosas? Pues ajo y agua. Solo estaba permitida una religión, la oficial. Y las demás como si no existieran.


¿Y la mili obligatoria? Para muchos, entre los que me cuento, era un secuestro legal. En mis tiempos no había objeción de conciencia. Ibas a la mili o al calabozo.

Qué bien lo pasábamos durante el período de instrucción, abandonando estudios o trabajos, reptando bajo las alambradas con todo lleno de barro, haciendo instrucción o maniobras bajo la lluvia, fregando perolas y centenares de platos cuando te tocaba cocina, haciendo guardias, aguantando insultos y vejaciones por parte de los mandos, perdiendo un tiempo precioso de tu vida mientras servías a la patria retirando escombros de la casa del teniente, que había pensado hacer reforma en su casa a costa del trabajo gratuito de los soldados. Y esto lo digo porque lo sufrí en carne propia. Igual que de niño sufrí en carne propia la bofetada que me soltó el cura aquel, que me tiró al suelo y “se me aflojaron los esfínteres” meándome patas abajo.

Pues nada, ya que parece que la máquina del tiempo no funciona, invito a todos esos chavales a informarse por su cuenta un poco, a que lean e investiguen sobre lo que fue la España franquista, la inmensa suerte que tienen de no haberla padecido, y a no creerse siempre las mentiras del amigo falangista, o del vecino ultracatólico, o del pariente que vota a la derecha extrema.