lunes, 22 de diciembre de 2025

Canción de Navidad

  


Ilustración de John Leech (1843)


De pequeño siempre me fascinó este cuento de Dickens.

No recuerdo bien la editorial cuando lo leí por primera vez, tal vez Bruguera, allá por los años 60, pero era un libro de esos ilustrados, mitad novela, mitad "tebeo", con profusión de dibujos en blanco y negro, y esos interiores lóbregos y la luz trémula de las velas proyectando en las paredes sombras misteriosas, lo que daba al relato un aire frío e inquietante, muy acorde con la noche de pesadilla que iba a vivir su principal protagonista, un viejo avaro, Ebenezer Scrooge. Un personaje inolvidable, antipático, mezquino y tacaño hasta consigo mismo. Lo recuerdo muy bien.

El cuento apareció en 1843. La época era la Inglaterra victoriana, en plena revolución industrial. Por el relato desfila todo un elenco de personajes de clase modesta. Muchos de ellos apenas disponen de unos cuantos chelines para comprarse algo de abrigo en esa fría Navidad. Gentes humildes que, sin embargo, a su modo, son felices con poco; mientras que el avaro no disfruta con nada, ni siquiera esos días de fiesta: “¿Navidad? ¡Bah, paparruchas!”


(Si alguien no ha leído el cuento y lo piensa leer en breve, no siga leyendo a partir de aquí  para evitar el efecto espóiler).

El cuento se inicia el día de Nochebuena con Scrooge trabajando en su negocio, tal vez de prestamista usurero, donde explota a su pobre empleado Bob Cratchit al que paga una miseria y al que concede a regañadientes el "privilegio" de no tener que venir a trabajar el día de Navidad. Al avaro le visita su sobrino Fred, 
quien invita a su tío a pasar la noche con él y su familia, proposición que el viejo tacaño rechaza.
Al final, Scrooge se va a su casa donde decide pasar la noche solo tomándose unas gachas antes de acostarse. Allí recibe la visita del fantasma de su difunto socio, Jacob Marley, quien le dice que va cargado de cadenas, condenado a llevarlas eternamente, por haber sido en vida una mala persona y que la que se está forjando Scrooge es mucho más larga y pesada. Le anuncia que vendrán a verle tres espíritus: del pasado, del presente y del futuro. Entre los tres se encargarán de recordarle su triste niñez, el presente que bulle a su alrededor, lo que la gente piensa de él y lo que el futuro le depara. Así, de la mano de los tres espíritus, el viejo avaro rememorará y revivirá a la fuerza escenas dolorosas de su vida: la infancia solitaria de un niño sin amigos, su juventud  desdichada, con esa novia que lo abandonó por anteponer los negocios a su relación, los comentarios críticos, despectivos y duros de sus conocidos, su ruina, su casa saqueada por los pobres y su propia muerte, con esa imagen final del espectro de las navidades futuras señalando con el índice la fría lápida de su tumba...

Y tras la visita de los tres espíritus -o tras despertar de una horrible pesadilla, quién sabe- se obró el milagro: el señor Scrooge aprendió la lección y cambió de actitud radicalmente. De ser un tacaño insociable se convirtió en una persona amable, llena de vitalidad y optimismo, risueña y generosa.

Es lo que tienen los cuentos. Y más los de Navidad.



jueves, 18 de diciembre de 2025

Cuento al estilo de Monterroso

 




Cuando desperté, mi habitación seguía allí.
Algo realmente increíble, difícil de entender, puesto que durante la noche había desaparecido materialmente. Podría jurarlo. Se había disuelto, evaporado, desintegrado en las primeras horas de la madrugada. Las paredes, el techo, la puerta, las ventanas... todo se había esfumado. Resultado de un torbellino inexplicable que surgió en medio de la oscuridad.

Pues lo dicho. Yo tendría nueve o diez años, y estaba con el embozo de la sábana hasta la nariz, dejándome caer en el vacío, adentrándome en la nebulosa de Morfeo, gracias al poder narcótico del sueño, cuando todo sobrevino: la cama comenzó primero a mecerse como una cuna, leve y suavemente, cabeceando como una barca sobre un mar ligeramente ondulado, de la proa hasta la popa; y, luego, de izquierda a derecha, como si dijéramos, de babor a estribor. Más tarde, el movimiento aumentó, se hizo más  pronunciado, casi violento, como si me adentrara en un mar tempestuoso. La barca -perdón, quise decir la cama-  subía y bajaba en medio de aquella galerna como si estuviera en una montaña rusa. Paralelamente, la habitación se fue despojando de techo y paredes. El viento agitaba mi lecho en medio de la negrura del temporal. Y sin embargo logró aguantar milagrosamente. Sin siquiera deshacerse. La cama era fortín y refugio. Allí me parapeté yo, abrigado con el embozo hasta los ojos, y logré transitar el proceloso mar de las pesadillas nocturnas. Pero cuando la noche remitió y todo acabó y los primeros haces de luz se colaron por las rendijas de las contraventanas, y mi madre entró en el cuarto para que me levantara para ir al cole, pude comprobar que la habitación seguía allí, intacta pese a todo, tal y como estaba antes de conciliar el sueño.

lunes, 15 de diciembre de 2025

Furibunda Chimpún


Historia para compradores pelmazos



Pues érase una vez una señora de armas tomar, desagradable, de genio iracundo, malas maneras y peores palabras, que hacía cola muy a su pesar frente a la caja número tres del súper del barrio, cuando, mire usted por dónde, los dos hombrecillos que estaban delante, posiblemente pareja, con dos carros atiborrados con la compra del mes, iban poniendo, con parsimonia suma, los artículos en la cinta transportadora, preguntando el precio de cada cosa antes de que fuera contabilizada:

Esto no, esto tampoco... ¡Uf, qué caro! ¡Quita, quita!

Furibunda Chimpún se mostraba impaciente, mirando nerviosa hacia las otras cajas y pensando que de haber llegado cinco minutos antes no tendría que aguantar a estos plastas. Las otras cajas también estaban hasta arriba. Es lo que tiene comprar en fin de semana. Y más cuando se acercan  las fechas navideñas. Se cumplía así la ley de Murphy: tu cola siempre es la que menos gente tiene pero también la que menos corre.

¿Y estos cereales, Felipe Alberto? ¿Olvidaste que soy alérgico al gluten?
Es que estaban de oferta, Borja: tres por dos.
Anda, anda. Ve y cámbialos por unas galletitas de esas integrales para celíacos. Mientras tanto yo sigo colocando la compra.

Y lo decía mirando a Furibunda con una sonrisa estúpida que parecía una mueca, como buscando complicidad. Y ella le devolvía la mirada pero en plan asesino.

Y los hombrecillos dale que te pego con su tarea: esto es muy caro. Así que no. Este ron lo tenéis a un precio exagerado. Mucho más barato en el DIA. Dónde va a parar. Así que tampoco. La leche desnatada no es sin lactosa. Así que también la dejamos. Se nos ha olvidado el brócoli. Borja, acércate a por él.

Y la cajera, con paciencia infinita, propia de la empleada que no quiere problemas, no tenía otra opción que resignarse e ir amontonando en un rincón los productos rechazados.

A todo esto, el tiempo continuaba su curso en avance imparable. Y Furibunda, mirando con nerviosismo su reloj, se estaba poniendo colorada como un tomate por la ira. Parecía una olla a presión a punto de estallar.
Al cabo de un cuarto de hora, cuando ya no podía más, decidió colocar el contenido de su carro en la cinta, no más de ocho o diez cosas. Y como aquello no tenía trazas de avanzar, tiró por la calle de en medio. Lo primero que hizo fue abrir el bote de pepinillos agridulces, dar dos pasos hacia adelante y verter su contenido entre el cogote y el cuello de la camisa de uno de los pelmazos. A continuación, vació un envase entero de kepchut de doscientos mililitros en la cabeza del otro a modo de improvisado fez turco o de solideo cardenalicio. No contenta con esto les fue lanzando uno a uno, con calculada precisión y estupenda puntería, una docena de huevos calibre XL de gallinas de corral criadas en suelo:

¿Queréis saber también el precio de esto? dijo, mientras pudo apreciar con regocijo cómo la yema de uno de sus proyectiles resbalaba sinuosa tal que ameba gigante por el ojo de uno de los indigestos clientes. Pues, hala, todo vuestro. Llevaos también la huevera si queréis. Es gratis. Yo me largo sin nada. ¡Que os den!

Y, ante la mirada estupefacta y atónita de la cajera y de los hombrecillos, se fue como entró, de vacío, pero algo más cabreada que de costumbre, aunque con la cabeza alta y el paso firme. Mientras salía iba musitando: han tenido suerte de que no cogiera también unos tomates para hacer salmorejo; porque de haberlo hecho...¡catapún chimpún!



jueves, 11 de diciembre de 2025

Espejos

 


El escritor está sentado frente a su mesa, como cada mañana, con una taza de café y una hoja inmaculadamente blanca en el centro. No es una blancura cualquiera: es el tipo de vacío que pesa, que zumba como un silencio tenso, que provoca un sudor frío, mientras alguien se empeña en llenarlo con palabras.

La mira inmóvil, como si esperara que la hoja hiciera el primer movimiento. Nada. Ni un susurro. Ni una sílaba furtiva.

Piensa, como otras veces, en escribir una historia. No una historia cualquiera. Esta vez sería una historia sobre un escritor, como él, que está sentado frente a una hoja en blanco. Le parece buena idea, incluso ingeniosa: un escritor que mira un folio sin saber qué escribir, y que entonces decide escribir sobre un escritor que, a su vez, no sabe qué escribir.

En su mente, lo percibe con claridad. El segundo escritor —el del cuento dentro del cuento— también estaría en su escritorio, quizás con otra taza de café, y también enfrentado al silencio blanco del papel. Y este segundo escritor, en su desesperación, tendría la vaga, pero firme, intención de contar la historia de un hombre —un tercero, ya— que, como ellos dos, se sienta frente a un folio en blanco, deseando profundamente escribir algo.

¿Llegaría a escribir algo este tercer hombre?
Ahí estaba la esencia, pensó el escritor. Tres hombres —o quizás uno solo, reflejado infinitamente— atrapados en la misma escena, en la misma lucha silenciosa con la blancura del papel. Una cadena de vacíos que se miran unos a otros, esperando que alguno dé el primer paso. Un eco que rebota desde la realidad hasta la ficción, y luego de regreso.

¿Qué pasaría si el escritor rompiera el último folio en mil pedazos como cuando se hace trizas un espejo?


Suspira.

La hoja sigue en blanco. Ni una palabra escrita.
Solo blancura.
Lo demás, silencio.

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Nota aclaratoria: esto fue lo que se me ocurrió escribir un día que no se me ocurría nada.