Fulgencio
Seisdedos era un hombre de malas pulgas.
Intolerante a la
lactosa y al brócoli, odiaba el reguetón y el papel higiénico de
doble capa, no soportaba a los niños ni a los que comen palomitas en
el cine.
Aquella mañana se despertó con el sonido
infernal de un tordo en la ventana. Lo maldijo tres veces, le tiró
una zapatilla y luego le dedicó un poema ofensivo improvisado, cosa
que hacía a menudo con todo lo que respiraba sin su permiso. A las
ocho en punto salió de casa a regañadientes, como si la calle le
debiera explicaciones. Había decidido “reconciliarse con el arte
moderno”, lo cual, viniendo de él, era una amenaza más que una
intención.
En el museo de arte contemporáneo entró
refunfuñando y salió con una denuncia. Confundió una escultura
marrón ultravanguardista con un zurullo campero y rompió un
fluorescente con su bastón gritando: “¡Devuélveme mis impuestos,
Kandinsky del demonio!” Se sentó en una escultura hecha con huesos
reciclados, creyendo que era un banco y, al resbalar, se clavó una
costilla astillada en el trasero. Acusó al museo de intento de
violación ósea y atentado contra la tercera edad.
Antes
de que lo echaran con la correspondiente denuncia se sentó a
descansar en una silla que había en medio de una sala vacía.
Resultó que, como le hizo ver un vigilante bastante enfadado, no era
tal silla, sino un monumento al descanso valorado en veinte mil
euros.
Salió de allí furioso, vociferando y blandiendo su
bastón en el aire, diciendo:
"¡Abajo el arte moderno! ¡
Impostores! ¡Muera Mondrián! ¡Viva Velázquez!"
De
camino a casa, decidió ir al supermercado a comprar coles de
Bruselas, aunque las odia, pero odia más que se las lleven otros y
que se acaben. Se negó a usar el carrito porque los padres
consentidores meten allí a sus hijos, con sus zapatones, como si
fuera un cochecito de paseo. "Además - añadía- siempre se
tuercen hacia la izquierda como mi pene”. Así que fue llenando los
bolsillos de su abrigo de latas de atún y sobres de embutido
ibérico.
Al pasar por caja se sacó todo lo que llevaba
encima, incluyendo un pañuelo usado con mocos, y se empeñó en
pagar el importe con un billete de mil pesetas. Ante la cara de asco
y la negativa de la cajera, Fulgencio comenzó a dar voces diciéndole
a la empleada que ella era una agente al servicio del FMI.
Un
guardia de seguridad le obligó a dejar allí toda la compra y lo
escoltó hasta la salida mientras él gritaba que exigía hablar con
el gerente, el alcalde y la Guardia Suiza.