viernes, 24 de octubre de 2025

Un viejo cascarrabias

 


Fulgencio Seisdedos era un hombre de malas pulgas.
Intolerante a la lactosa y al brócoli, odiaba el reguetón y el papel higiénico de doble capa, no soportaba a los niños ni a los que comen palomitas en el cine.

Aquella mañana se despertó con el sonido infernal de un tordo en la ventana. Lo maldijo tres veces, le tiró una zapatilla y luego le dedicó un poema ofensivo improvisado, cosa que hacía a menudo con todo lo que respiraba sin su permiso. A las ocho en punto salió de casa a regañadientes, como si la calle le debiera explicaciones. Había decidido “reconciliarse con el arte moderno”, lo cual, viniendo de él, era una amenaza más que una intención.

En el museo de arte contemporáneo entró refunfuñando y salió con una denuncia. Confundió una escultura marrón ultravanguardista con un zurullo campero y rompió un fluorescente con su bastón gritando: “¡Devuélveme mis impuestos, Kandinsky del demonio!” Se sentó en una escultura hecha con huesos reciclados, creyendo que era un banco y, al resbalar, se clavó una costilla astillada en el trasero. Acusó al museo de intento de violación ósea y atentado contra la tercera edad.

Antes de que lo echaran con la correspondiente denuncia se sentó a descansar en una silla que había en medio de una sala vacía. Resultó que, como le hizo ver un vigilante bastante enfadado, no era tal silla, sino un monumento al descanso valorado en veinte mil euros.
Salió de allí furioso, vociferando y blandiendo su bastón en el aire, diciendo:
"¡Abajo el arte moderno! ¡ Impostores! ¡Muera Mondrián! ¡Viva Velázquez!"
De camino a casa, decidió ir al supermercado a comprar coles de Bruselas, aunque las odia, pero odia más que se las lleven otros y que se acaben. Se negó a usar el carrito porque los padres consentidores meten allí a sus hijos, con sus zapatones, como si fuera un cochecito de paseo. "Además - añadía- siempre se tuercen hacia la izquierda como mi pene”. Así que fue llenando los bolsillos de su abrigo de latas de atún y sobres de embutido ibérico.

Al pasar por caja se sacó todo lo que llevaba encima, incluyendo un pañuelo usado con mocos, y se empeñó en pagar el importe con un billete de mil pesetas. Ante la cara de asco y la negativa de la cajera, Fulgencio comenzó a dar voces diciéndole a la empleada que ella era una agente al servicio del FMI.
Un guardia de seguridad le obligó a dejar allí toda la compra y lo escoltó hasta la salida mientras él gritaba que exigía hablar con el gerente, el alcalde y la Guardia Suiza.




lunes, 20 de octubre de 2025

Las buenas aficiones II

 


Dedicado a Quim Monzó y sus sopas de letras.


Sí, sí… Ya sé que no hay que obsesionarse con las cosas, pero ponte en mi lugar: cuatro años para sacarme el carnet de conducir. Y eso marca, deja su huella, imprime carácter indeleble, que dirían algunos católicos.

Todo empezó con esa vieja señal de stop que me encontré casualmente en la basura aquella mañana que rebuscaba en el contenedor amarillo. La limpié un poco con la manga del jersey y la coloqué con superglú en la puerta de entrada de mi casa. Bien visible encima de la mirilla. Claro, claro… Soy consciente de que no era del todo necesaria. Ya lo sé. Si la puerta está cerrada, la parada es obligatoria. Hasta ahí llego. Pero un impulso interior me llevó a ponerla. Y ese fue el comienzo de todo.

A continuación, seguí por el portal del inmueble donde vivo. Aprovechando que la portera estaba ausente, planté tras la mampara de la portería un cartel de peaje de autopista: peaje / toll (7,30 euros los turismos). Te juro por mis niños que hubiera pagado esa cantidad por ver la cara de doña Rosario.

Otro día, al tomar el ascensor, no pude reprimirme y coloqué junto a los botones, con un pegotón de silicona, la señal de entrada prohibida a ciclomotores.

Ya en casa dispuse:

Un paso de cebra en el vestíbulo, el tramo que va de la cocina al salón. Muy vistosas las tiras adhesivas.

El aviso de suelo deslizante en la cocina, para que nadie pisara “lo fregao”.

La advertencia de peligro animales sueltos en la entrada del dormitorio de mi suegra.

Al pasar del hall al pasillo distribuidor, un aviso de estrechamiento de calzada (concretamente de 160 a 90 cm).

Velocidad limitada a 20 Km/hora en toda la casa.

Encima del cabecero de la cama compartida con mi señora esposa (una cuarentona de buen ver): curvas peligrosas a la izquierda.

En la puerta del cuarto de los mellizos: atención, niños. Y el que avisa no es traidor, que mis nenes cuando están inspirados pueden llegar a ser terroríficos, como Zipi y Zape.

En el dormitorio de invitados, como indirecta para los  gorrones de temporada que nunca acaban de irse, quedó muy oportuno el  permitido sólo el estacionamiento los fines de semana.
En la puerta del cuarto de baño coloqué prohibidas las señales acústicas, que algunos se las traen con los pedos, y una flecha blanca sobre fondo verde señalando la taza del inodoro: salida de emergencia.

En poco tiempo atiborré la casa de señales. Hasta ahí. Luego comenzó el declive, la pérdida de entusiasmo. Porque el desánimo se apoderó de mí.

Bueno, también influyeron la falta de espacio disponible y la actitud de mi familia. Mi mujer, los niños y mi suegra parece que no estaban mucho por la labor. Mi suegra, la mirada aviesa y el gesto serio, no me perdonó lo del cartelito alusivo. Mi perro tampoco, un buldog francés, manso y tontorrón, al que quizá no le gustó demasiado el gorrito de lana que le encasqueté con un atención, perro peligroso.

La puntilla vino una noche que había andado de copas por ahí y al regresar a casa, cocido por los cubatas, me salté un ceda el paso. La Guardia Civil me dio el alto, y tras someterme a la prueba de alcoholemia, además de la multa, me retiraron por unos meses el carnet de conducir. Tan aficionado como era yo a las señales y aquel día quedé señalado como infractor.

El caso es que, por una cosa o por otra, aquella afición por los carteles de tráfico se fue desinflando como un globo. Se hacía necesario cambiar de hobby.

Tal vez sería una buena idea una colección de fotos de cruces de cementerio y lápidas de gente famosa con epitafios ocurrentes. En el cuarto de mi suegra pondría ese que dice No llores. Nos vemos pronto.

Habrá que pensarlo un poco más, darle una vuelta, que se dice.

viernes, 17 de octubre de 2025

Mariano Benavides, el falso freetour

 


De entrada admitiré que en esta profesión de guía urbano soy un impostor, un advenedizo, un frescales, máxime cuando no poseo título académico ninguno; sin embargo tengo la conciencia muy tranquila por un doble motivo. El primero, porque todos tenemos derecho a ganarnos la vida como sea siempre que no ocasionemos un daño importante a nuestros semejantes. El segundo, porque esto de los friturs tiene como objetivo entretener a los menesterosos, casi todos guiris o jubiletas aburridos que no tienen otra cosa mejor que hacer y que les gusta que les cuenten historias; aunque, visto y comprobado, la mayoría de lo que les cuentan tiene más de leyenda que de relato veraz y riguroso. Por eso me decidí a ofrecer mis servicios y esgrimí mi cartelito y mi llamativo paraguas naranja en la mismísima Puerta del Sol de Madrid. A pesar de las miradas reprobatorias de la competencia, en un rato reuní una docena de personas y pude empezar mi recorrido. Me saqué setenta pavos.

Centré mi rollete en siete u ocho anécdotas, en su mayoría más falsas que un euro de madera, lo justo para una hora y media de recorrido.


Destaco algunas:

1.- Las misteriosas tiras metálicas del suelo de la Puerta del Sol. 

Todo el mundo sabe que cuando los españoles derrotamos a las tropas de Napoleón, de los cañones incautados a los franceses una parte se destinó a fundir el metal necesario para hacer los Leones del Congreso y la otra parte para fabricar las 180 tiras metálicas que simbolizan los 180 ciudadanos caídos en el enfrentamiento del 2 de mayo tras la carga de los Mamelucos, momento que plasmó Goya en el famoso cuadro que podemos contemplar en el Museo del Prado.


2.- Origen del nombre de la casa Mira, famosa pastelería muy cercana a la Puerta Del Sol. 

Los niños de la posguerra pasaban hambre y privaciones y era muy tentador lo que exhibían en sus escaparates las tiendas de dulces y turrones. Por eso era harto frecuente ver a mocosos con sus narices pegadas al cristal soñando con los mazapanes y las peladillas que allí se mostraban. Y en una ocasión, un señor muy bromista, que en la puerta conversaba con el propietario del establecimiento, va y le dice a uno de los chicos: 

—Tú mira, mira, que es gratis, chaval. 

Cosa que aprovechó el dueño del negocio para cambiar el nombre de su establecimiento.


3.- Lugares donde la gente queda.

Hay dos lugares en la Puerta del Sol que son idóneos para quedar con los amigos dada su visibilidad y facilidad para ser encontrados. Uno es la escultura del Oso y el Madroño, símbolo de la plaza y de Madrid, y el otro es el caballo huevón, denominación popular del jumento del rey Carlos III en su estatua ecuestre situada en esa misma plaza.

4.- De Madrid al cielo.

Pero también al infierno. Este famoso registro, hoy propiedad del Canal de Isabel II fue durante nuestra pasada guerra civil una trampilla para acceder a los refugios subterráneos cuando se iniciaban los bombardeos sobre la ciudad. El refugio quedó destruido pero nos quedó de recuerdo el hueco, al que se le añadió posteriormente una tapa.




5.- Calle Echegaray.

Según nos alejamos de la Puerta del Sol hacia el Congreso nos encontramos a mano derecha con la calle Echegaray.

Valle Inclán despreciaba a este autor. Cuenta Ramón Gómez de la Serna que, una vez, el escritor gallego envió una carta a un amigo suyo que vivía en esa dirección. En el sobre puso Calle del Viejo Idiota. Y la carta llegó. Valle Inclán decía que los carteros madrileños eran muy cultos e inteligentes.


6.- Una calle emblemática: la Carrera de San Jerónimo. 

Llamada así por todos debido a la archiconocida gesta o hazaña que tuvo lugar cuando el popular santo recorrió en apenas tres minutos la distancia que media entre la Puerta del Sol y el Congreso de los Diputados, tras picarle en el culo dos avispas un día de verano durante su acostumbrado paseo matinal. ¡Un paseo que acabó en carrera!


Bueno, pues de todos los disparates que cuento hay dos que son verdad. ¿Cuáles serán?


lunes, 13 de octubre de 2025

Las buenas aficiones

 


Llevo una temporada obsesionado por el tema del tiempo, tan efímero y voluble, escurridizo como una anguila, fugaz como un cometa… su finitud, su fragilidad… Por eso decidí comenzar una colección de viejos relojes que iría, estratégicamente, distribuyendo por toda la casa: de pulsera, de mesa, de bolsillo, despertadores, relojes de arena, clepsidras, relojes de cuco, de torre y de pared. Algunos eran auténticos mamotretos de salón, con péndulo, pesas y toda la pesca.

Os preguntaréis que para qué tanto reloj.

Una cuestión existencial, poética, e incluso filosófica, me impulsó a ello: en la vida hay un tiempo para el trabajo, otro para la diversión y el ocio, otro para amar y otro para morir. Hace falta tener siempre a mano un reloj concreto para ciertos cometidos. Y cada uno tiene el suyo. Relojes de pared, grandes y solemnes para medir asuntos de gravedad, como la enfermedad, el desamor o la muerte; relojes de pulsera para asuntos ligeros y cotidianos; cucos de la Selva Negra para asuntos serios, que los alemanes lo son (serios más que cucos). También algún cronómetro que ayudara a calibrar algo tan inaprensible y fugaz como es el tiempo. ¿Por qué el dolor y la pena se hacen tan largos? ¿Cuánto dura el amor? Todo ello expresado en minutos, segundos e, incluso, para los eyaculadores precoces, en décimas de segundo.

Tras leerme enterito el especial de La Ignorancia dedicado al tiempo (1) y la entrada de Francesc Cornadó sobre tiempos líquidos, ondulantes y demás (2), me quise motivar poniendo música a toda leche con temas que trataran del asunto: viejas canciones de Alan Parsons, Booker T. & The Mg’s, Pink Floyd, Al Stewart... Me releí también Tiempo de silencioEn busca del tiempo perdidoLa máquina del tiempo, El tiempo entre costuras, el Carpe Diem, de Garcilaso, el Mientras por competir con tu cabello, oro bruñido, el sol relumbra en vano, de Góngora. Me fui sumergiendo en un mundo de manecillas, ruedecillas, tictacs, minuteros y segunderos.

Mientras decoraba la casa con los relojes que fui adquiriendo, me animaba mucho ponerme como un loco a cantar a pleno pulmón Reloj no marques las horas interpretada por Los Panchos.

Me resultaba atractiva la idea de darles cuerda uno por uno y programar la alarma —o, en su caso, las campanadas— a las siete de la mañana de las diferentes capitales del mundo. En poco tiempo me hice con los ciento noventa y seis cacharros que necesitaba. Una gozada comprobar que una treintena larga de capitales tienen la misma hora que Madrid y que se ponen de acuerdo al unísono en mi casa para despertarme a mí y de paso a todos los inquilinos del edificio, o que los amigos de Buenos Aires tienen en sus despertadores las siete de la mañana cuando aquí tan solo son las tres de la madrugada. ¡Qué gozada en plena noche asistir al acontecimiento del despertar de varios millones de porteños! ¡Esto une mucho a los pueblos! Nada hay tan grande como la empatía y la solidaridad entre naciones hermanas.

Desgraciadamente no todos pensamos igual. De hecho, hay convocada una reunón de la comunidad con carácter urgente. Por las quejas. Creo que a los vecinos no les gusta demasiado la idea de oir campanadas y despertadores a ciertas horas, intempestivas según ellos.

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(1) https://www.laignoranciacrea.com/portfolio/numero-37-tiempo/
(2) https://francesccornado.blogspot.com/2025/10/tiempos.html