domingo, 20 de marzo de 2016

Perusa, 1348



Aquella mañana de invierno del año 1348  la maldición cayó sobre la ciudad. Como si se tratara de una pesadilla, un aire gris, plomizo y denso atravesó las murallas y se apoderó de sus calles. La muerte llamó a todas las puertas y muchos vecinos se la abrieron. Una sombra invisible y silenciosa se coló en las casas y se deslizó lenta pero certera por todas las habitaciones, pillando a sus moradores desprevenidos, a muchos de ellos en sus propios lechos…

Era la muerte negra. Nunca se había conocido nada semejante.

Francesco había salido de su casa para hacer su rutina acostumbrada: dos o tres visitas acordadas con sus clientes habituales, gente importante de la ciudad. En su mayoría solía tratarse de cuestiones simples: algún episodio de gota, alguna sangría, prescribir ungüentos, tónicos y pócimas… Y después, si el tiempo que quedaba se lo permitía, hacer su ronda voluntaria, como ya era costumbre desde hacía varios años, por las casas humildes de esa otra gente que también enfermaba pero no podía  permitirse el lujo de pagarse un médico. Al fin y al cabo, a él tampoco le suponía un especial sacrificio. Un par de horas más de trabajo, como mucho, y la satisfacción de haber hecho algo por esas personas que vivían miserablemente y apenas sí les llegaba para poder comer. Gentes que vivían cerca de la muralla, en casuchas pequeñas, inmundas, húmedas, de suelo de tierra apisonada, con ventanas sin cristales -pues eso era entonces un lujo al alcance de muy pocos-, con las que se intentaba detener el frío invernal simplemente echando el cierre a los postigos y quemando un puñado de sarmientos en el hogar donde, día tras día, hervía el triste puchero con algún hueso, algún nabo, algún trozo de col y poco más. Vecinos, en definitiva, pobres pero agradecidos, que a veces pagaban los servicios del galeno con lo poco que tenían: un par de huevos, un trozo de tocino o de queso… Y que el médico, por no despreciárselo, lo recibía con gratitud y haciendo elogio de lo recibido.

Francesco era médico, pero sobre todo una buena persona que era capaz de ponerse en el lugar de los desposeídos por la fortuna y ayudarles desinteresadamente.
Y sí, esa era su idea: dedicar cada día algo de su tiempo a esos pobres desgraciados.




El invierno se había presentado con todo su rigor y crudeza. Y el frío vino acompañado, como ya era costumbre, con calenturas, toses, esputos y resfriados. Lo normal en estos casos era la prescripción de bálsamos, cataplasmas, paños calientes para las articulaciones doloridas o entumecidas, paños fríos para hacer bajar la fiebre, encargar en la botica la elaboración de pócimas y brebajes a base de hierbas medicinales y especias y aconsejar a los afectados reposo e ingestión de líquidos. Poco más se podía hacer en estos casos.

Pura rutina. Desde que acabó sus estudios de medicina en la Universidad de Salerno, muy cerca de Nápoles, empleó casi todo su tiempo en la atención de enfermos en su localidad de nacimiento, en Perusa.

Perusa (Perugia) era y es una bella localidad erigida encima de una colina en el centro de Italia, con unas preciosas murallas de época romana y otras medievales, de más reciente construcción, al lado del río Tíber.
Pero ahora no era el paraíso sino el apocalipsis lo que estaba instalado allí. Una plaga bíblica por culpa de los muchos pecados de los hombres. Eso, al menos, era lo que se decía desde las altas instituciones de la Iglesia. El dedo acusador de los religiosos  vaticinaba  la llegada del castigo divino. Y a todos señalaba, casa por casa, puerta por puerta… Dios les había castigado. El fin estaba cerca. Había que arrepentirse de los pecados y observar un comportamiento piadoso. Y, sobre todo, rezar, rezar mucho… 

(Continúa)

Fragmento de un capítulo de "En la frontera" (Relatos de ficción con fondo histórico o real) Un proyecto registrado en Safe Creative.

domingo, 13 de marzo de 2016

Aquellos chalados con sus locos cacharros



13 de marzo de 1902: en Madrid se matricula el primer automóvil, un Renault descapotable de catorce caballos, perteneciente al marqués de Bolaños. 
Ese mismo año, el 17 de mayo, asumiría la corona Alfonso XIII, con tan solo 16 años de edad.
Doble estreno pues. 
El coche era capaz de alcanzar la increíble velocidad de 40 kilómetros por hora. Y Luis María Pérez de Guzmán y Nieulant, el marqués propietario del cacharro, parece ser que fue un hombre amante de los coches y un adelantado a su tiempo. El vehículo costó una fortuna, nada menos que 17.000 pesetas de la época, más 200 pesetas de la licencia. 
Algunos se animaron y en 1920 ya eran más de 1.000 los coches que llegaron a circular por la ciudad. Todo un caos circulatorio para la época. 
¡Qué locura! Dios mío -se dirían algunos- ¿A dónde iremos a parar con tanta máquina metiendo ruido por las calles?


 

La culpa de todo la tuvo Henry Ford cuando puso en práctica la producción en cadena aplicada a la fabricación de vehículos. Por esa razón empezaron a popularizarse los coches a partir de 1910. Y consecuentemente aumentaron los accidentes de tráfico. Los primeros cacharros alcanzaban la increíble velocidad de 20 kilómetros por hora y la gasolina se vendía en las farmacias.
El primer peatón que murió atropellado encontró su trágico final en Londres y era una mujer. Corría el año 1896 y el "bólido" circulaba a 7 km por hora. Eso fue al menos lo que dijo quien manejaba el auto.  La fallecida era una tal Bridget  Driscoll.




domingo, 6 de marzo de 2016

En la frontera



A veces ocurre que la literatura y la historia, hijas ambas de su tiempo, son capaces de convivir y ocupar un espacio común. Historias noveladas o, si se prefiere, relatos con una base histórica.
Con la historia de Andresillo Hurtado iniciamos hace unos días en este blog una andadura a través de una serie de relatos con fondo histórico o real. 

Siendo "A" la Historia y "B" la Literatura, la intersección, en azul, sería el espacio común
compartido por aquellas dos.
Para algo tenía que servir haber estudiado álgebra de Boole.


En el proyecto se dan cita personajes históricos, reales o inventados, que alguna vez en su vida se vieron en una situación de "frontera". Personajes como Quinto Sertorio, José de Espronceda, Giordano Bruno, Toro Sentado, Luis de Córdoba, Francesco Patalano -un galeno italiano que vivió supuestamente la peste negra en persona-, o el propio Miguel de Unamuno
En la obra confluyen pícaros, bufones, condenados por la inquisición, escritores, piratas, renegados y conversos, víctimas de la intransigencia, de la ignorancia y de la incomprensión.

Aunque a simple vista no lo parezca, todos ellos tienen algo en común: son personajes reales -o que en algún caso concreto pudieron haberlo sido- y que en un momento de su vida se vieron abocados a cruzar una línea, a sobrepasar un límite, a traspasar una frontera. De nuevo, la vida de algunos aparece convertida en un laberinto, con sus muros, sus minotauros...

La diferencia ahora estriba en la base histórica, con épocas que sirven de marco a lo que se narra. 


Quinto Sertorio


El nuevo proyecto lleva por título

En la frontera


Para algunos amigos, este título les resultará familiar. Y no estarán equivocados. Hace tiempo saqué un pdf de descarga gratuita desde mi blog con el título "De vaqueros y fronteras". Era, en parte, una avanzadilla de lo que serían luego dos trabajos separados, aunque con puntos en común. Uno, "Desde el laberinto", publicado en papel en diciembre y que muchos de vosotros ya habéis leído. Y otro, este que presento hoy, ya terminado y registrado. Y que, con el tiempo, para finales de año seguramente, aparecerá recopilado en forma de libro o de simple pdf o ebook susceptible de ser descargado. El tiempo lo dirá.



domingo, 28 de febrero de 2016

Andresillo Hurtado


Continuación

Válgame Dios que no está en mi ánimo mentir y que lo que cuento es la pura verdad y que si miento sea yo merecedor de los mayores suplicios de mano del diablo, allá en los infiernos. Créame si le digo que no hay mayor dolor en este mundo que el de pasar hambre. Y que, por aliviarlo,  el hombre es capaz de las peores cosas. Pues la vida es un don de nuestro Creador y por respeto a Él y a ese don hemos de luchar por mantenella, que no hay mayor pecado que abandonarse sin más en un rincón y dejar que las fuerzas vayan desfalleciendo hasta acabar pereciendo por la falta de pan. 

Y digo pan y no asaduras guisadas, ni lengua de carnero estofada, ni criadillas, ni tajadilla de hígado de puerco, manjares deliciosos todos ellos, pues no es la gula la compañera de viaje sino el hambre. Y para él, con el pan basta y sobra, que es de buenos cristianos conformarse con poco. 

Yo viví en una edad gloriosa -si bien la gloria nunca llegó a alcanzarme- que con los tiempos vino a llamarse el Siglo de Oro; pero bien parece que ni el esplendor ni el oro jamás llegaron a gentes humildes como yo, que era cosa milagrosa tropezarme alguna vez con un real, pero sí alcanzaron a nuestros reyes y validos y ministros y prelados y corregidores y hasta alguaciles, quienes pusieron a España en un lugar muy alto –tan alto que era imposible para la gente modesta llegar hasta él- y en cuyos dominios se decía que no llegaba a ponerse nunca el sol. 

Y que para mantener ese puesto entre los grandes había de gastarse el rey todos los dineros disponibles y más si cabe, endeudando la hacienda y empobreciendo cada día más a los resignados pecheros, obligados por razones de estado a pagar alcabalas o gabelas y a no comer para poder pagar… 

Y digo yo, en mis cortas entendederas, que aunque no soy bachiller y poco fui a la escuela algo me enseñó la vida, que mal anda una casa cuando se gasta más de lo que se gana y que vaca flaca que no come no puede dar leche. 

Porque gastos había, pero no para asistir a otros pobres cristianos peor tratados por la fortuna, sino para mantener el lujo y el boato de unos nobles holgazanes que vivían pavoneándose de su condición con fiestas y vestidos a la sombra de la corte, sin hacer nada a cambio, que si bien nacieron para servir al rey con las armas, antes al contrario, huían dellas como alma que lleva el diablo, que la milicia era cosa que les espantaba; pero no se privaban del pedir esto y lo otro, que parece cosa de risa que sean los que más mendigan los que más tienen, que no han menester limosna quienes ya disfrutan de bolsas llenas y mesas bien abastecidas. 

Y qué decir de clérigos y frailes, más preocupados de intrigas, mujeres y suculentas cenas, que de sermones y latines, que lo de servir al prójimo parecía moda pasada. 
El caso es que como la grandeza del imperio de nuestros amos y señores no llegaba a gentes humildes y sin posibles como yo, que ya me hubiera conformado como tesoro tener en mi alforja algunos buenos trozos de pan blanco y crujiente, vime obligado por pura necesidad a mendigar por esas calles de Dios y si la caridad ajena no llegaba a remediar mis males, trocaba de oficio y de mendigo, haciendo honor a mi apellido, convertíame en un santiamén en experto rapador de bolsas. 

Vuesa merced, ha de convenir conmigo pues que, cuando rugen las tripas de vacías como están, los latines, los sermones y las frases llenas de buen juicio no sirven para calmarlas, antes al contrario avivan la necesidad, pues de todos es sabido que las palabras si no se acompañan con una buena hogaza de candeal, algo de queso y un cuartillo de vino, provocan más desazón que alivio. Que como dice el refrán: “comer bien y cagar fuerte, y no haber miedo a la muerte.” 

Luis Santamaría Pizarro

No merecedor yo pues de ese maltrato hacia mis tripas al que me abocaban por partes iguales mi mala estrella y mis cristianos gobernantes, y ya estando algo mayor para aguantar amos más hambrientos y resabiados que yo, me decidí pues a procurarme el sustento en la calle y perderme en el bullicio de gentes y mercados en busca de fortuna, pues un menesteroso pasa más desapercibido si anda mezclado en compañía de otros como él. 
Dios me perdone, pero una vez que andaban mis pobres tripas tocando a maitines, de lo vacías y necesitadas que estaban, me acerqué sigiloso a un pobre tullido que con su mano extendida pedía por caridad una limosna, que decía no tener forma de buscarse el sustento, impedido como se encontraba. Y fue portentoso cómo, al ir a cogerle una de las tres monedas que en su regazo brillaban, se levantó como relámpago y en cuatro zancadas me atrapó por el pescuezo a la par que me decía…
“¡Ah, hideputa! Buenas piernas tienes y mejores brazos para ganarte el pan, como para robar a un pobre mendigo, que Dios ha obrado el milagro de darme fuerzas para escarmentarte, que a un pobre más necesitado que tú no se le roba.”
Y mientras esto me decía, me tiraba con saña de una oreja, que de no ser por un oportuno  pisotón que le propiné en un pie, sin duda se habría quedado con el trofeo en la mano.

Esto me enseñó que no hay que fiarse de las apariencias y que, dado a robar, hay que ser más raudo que centella.

Y allí, en las calles de Sevilla pude comprobar que junto a pobres de verdad, convivían codo con codo falsos mendigos; enfermos verdaderos y fingidos; tullidos de verdad y de mentira, que algunos era maravilla verlos tirar la muleta y correr como galgos cuando aparecían los alguaciles; gentes que fingían mil enfermedades con tal de despertar la compasión ajena; dolientes niños huérfanos y abandonados, muchos con su padre vigilante a veinte pasos; ancianos sin recursos junto a pícaros y rufianes de la peor calaña; gente menesterosa y pedigüeña; charlatanes y timadores; mozas del partido y mozas bravas; arrebatacapas y maleantes; jaques y valentones que tiraban de cuchillo por el menor motivo; expertos en distraer la atención y en aligerar de peso las bolsas de los desprevenidos viandantes. 


Hasta que un buen día, harto de disgustos y de esa vida llena de sustos y zozobras, temeroso sobre todo por preservar a salvo mi cuello, que no hay cosa peor que una indigestión de esparto, decidí dar un salto en mi corta pero ya azarosa vida y embarcar hacia las Indias. Probar fortuna como tantos otros que se fueron porque, como reza el dicho, el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, no se debe quejar si se le pasa. Mejorar mi suerte, enmendar mi camino. Esa era mi meta, pues más vale fortuna que caballo ni mula; pero lo malo es que junto con las buenas intenciones llevéme también de equipaje los problemas que traía desde siempre conmigo, mis “aficiones” y destrezas, mis antiguas “artes”. Cambié de lugar pero no de hábitos, así que vuelta a empezar, pues como dijo el señor don Quevedo, quien para escribir tuvo la deferencia de inspirarse en mí y en otros de similar pelaje, " fueme peor, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres." (*)
 _______________________ 
Segunda y última parte de "Andresillo Hurtado", texto del autor de este blog al modo picaresco, inspirado en pícaros de renombre como "Rinconete y Cortadillo", "Guzmán de Alfarache", "Lazarillo de Tormes" y  "El Buscón don Pablos". Este capítulo forma parte de "En la frontera" ©, un proyecto diseñado a base de relatos de ficción con fondo histórico o real y registrado en Safe Creative (Registro de Propiedad Intelectual) 

(*) Palabras con las que se cierra la “Historia de la vida del Buscón don Pablos”, de Francisco de Quevedo.